La caja de las fotos
Llucia Ramis escribe sobre los cambios culturales asociados a la revolución digital: “Pertenezco a una generación nostálgica con síndrome de Diógenes existencial: acumulamos y compartimos recuerdos cuya utilidad es más emocional que práctica, como quien intercambiaba cromos Panini en el patio del colegio”.
Por la mañana publican una foto en Instagram, y la borran por la noche. Así, en su perfil, hay siempre una única imagen con las horas contadas. Cada vez más jóvenes se apuntan a esta tendencia. Se hacen tantas selfies, generan tantos datos que si los divulgaran todos se confundirían con la basura informativa que inunda internet. Una foto breve para recaudar likes, y una nueva foto al día siguiente. Que toda la atención se centre efímeramente en ese instante. Otra aplicación popular entre los
millennials es el Snapchat. Es un sistema de mensajería instantánea por el que el emisor decide cuánto tiempo tendrá el receptor para ver lo que le ha enviado; entre uno y diez segundos. Un “te quiero” furtivo, un insulto, es lo que dura el compromiso. Hasta aquí llega la obsolescencia programada. Justo después, el mensaje se autodestruye. No se guarda nada. No quedan rastros, ni pruebas, ni la posibilidad de un reproche. El logo de la aplicación es un fantasma.
Pertenezco a una generación nostálgica con síndrome de Diógenes existencial: acumulamos y compartimos recuerdos cuya utilidad es más emocional que práctica, como quien intercambiaba cromos Panini en el patio del colegio. Las fotos de nuestra infancia amarillean en los álbumes de nuestros padres, y muchos guardamos las cartas que recibíamos y los diarios que escribíamos en una caja de zapatos, en la habitación donde crecimos. Esas fotos y esa letra torcida sobre el papel despiertan a la memoria que, al final, es lo único que queda. Somos lo que recordamos. Lo que aprendimos. Pero, además, el lenguaje icónico y el texto han dejado testimonio de lo que fuimos y de cómo lo contamos. Esto es: cómo lo vivíamos. Gracias a lo que conservamos, podemos revivirlo, vivirlo otras veces.
El motivo original de la fotografía y la escritura era la permanencia. Y también la trascendencia. Tenían un significado. Desde que empezó el milenio, se han creado más contenidos que en toda la historia anterior, y su crecimiento es exponencial e incesante. La duración pierde sentido porque el tiempo en la red es otro. Lo que prima es la inmediatez, la simultaneidad, inalcanzables para el ser humano. Mientras la medicina lucha como puede contra una de las peores enfermedades, que es el alzheimer, la tecnología de la comunicación va en sentido contrario. Acorta la fecha de caducidad.
La memoria está desprestigiada y, si total no tenemos futuro, para qué vamos a preocuparnos del pasado. Pero el arte, la cultura, la literatura, la música, el yo, todo es memoria. ¿En qué se van a transformar? ¿De qué modo se concebirán a partir de ahora? Aunque, pensándolo bien, tal vez no exista mejor representación de lo que somos. Una imagen que obtiene algunos me
gusta, un mensaje perecedero, apenas un destello fugaz que enseguida desaparece. O como ya decían nuestros bisabuelos: no somos nada.
El lenguaje icónico y el texto han dejado testimonio de lo que fuimos y de cómo lo contamos