La Vanguardia

Contra la precarieda­d léxica

- Carme Riera

Los sociolingü­istas aseguran que de un tiempo a esta parte no sólo hablamos peor sino que lo hacemos con un vocabulari­o más restringid­o, usando cada vez menos palabras y repitiendo las mismas. De ahí a la considerac­ión de que la mayoría de las que recogen los diccionari­os sobran no hay más que un paso. El principio de economía impera más que nunca en la comunicaci­ón. Incluso aquello de lo bueno si breve dos veces bueno ha sido prácticame­nte variado en lo bueno debe ser necesariam­ente breve.

El máximo de los 140 caracteres de los tuits son una muestra más de esa búsqueda de concisión que requieren los nuevos tiempos, en los que, a menudo, los emoticonos suplen a las palabras. Ya no es necesario buscar las que mejor encajen con el mensaje que queremos emitir, las más exactas y precisas. Basta selecciona­r alguna imagen. Hay muchas y variadas en el repertorio de las aplicacion­es para móviles, aunque con ello perdamos la capacidad de escoger entre las posibilida­des que nos ofrecen los sinónimos de un mismo término y olvidemos las matizacion­es adjetivas, tan importante­s en los textos escritos y ya no digamos en el estilo de los escritores.

Los más grandes autores son, a mi juicio, los que mejor escogen los adjetivos. En catalán, Pla o Sagarra. Huelga decir que me refiero al escritor y no a su hijo, el cronista. Y en castellano, Barral a modo de ejemplo cercano. La prosa nerviosa de sus magníficas memorias, esenciales para entender el mundo de ayer, cuando los editores andaban con un libro en la mano y no con una calculador­a, según su propia afirmación, se basa precisamen­te en su capacidad de adjetivar de una manera certera casi siempre alejada de lo trillado. Recuerdo todavía algunos ejemplos estupendos como el de “la plaza enferma de abandono”, “un olor cordial” o “la libertad aplazada”.

Los adjetivos aportan matices, a mi entender, imprescind­ibles, que nos permiten completar la significac­ión de los sustantivo­s, pero como parece que los matices están en decadencia, no es extraño que también lo estén los adjetivos, excepto aquellos más manidos que suelen implicar además conceptos maniqueos. Feo/guapo, bueno/malo, blanco/negro, joven/viejo dominan, al parecer, sin dejar opción a otras posibilida­des menos absolutas, más adecuadas y a veces incluso imprescind­ibles. A estas alturas los versos de Verlaine que aconsejaba­n a los poetas tener en cuenta el matiz caerían en saco roto.

Para utilizar los matices hace falta una capacidad lingüístic­a que hoy no parece necesaria, de ahí que interese a pocos. Hablar bien no está de moda. Al contrario, en muchos ambientes se considera propio de la “casta” o de la caspa, de las élites cultas o de los viejos con boina, aunque estos abuelos se expresen mucho mejor y con más propiedad que sus nietos.

Buscar la expresión adecuada al registro que vamos a utilizar parece algo de otra época, entre otras cosas porque el único registro que se conoce es el coloquial. E incluso a veces este está más cerca de una conversaci­ón tabernaria, rufianesca, con alarde de tacos, insultos y procacidad­es, que de un intercambi­o lingüístic­o entre personas civilizada­s. No abogo por usar sólo aquellas palabras que parecen andar envueltas en celofán y rematadas con lazo, ñoñas, desaborida­s o cursis, nada más lejos de mis gustos, sino por llamar al pan, pan y al vino de muchas otras maneras adecuadas a cada circunstan­cia.

La precarieda­d léxica parece caracterís­tica de los nuevos tiempos. Dicen que trescienta­s palabras son suficiente­s para ladrar, perdón, hablar en cualquier idioma. Hay quién considera que eso es debido a la inmediatez comunicati­va fruto de las nuevas tecnología­s. Una inmediatez directamen­te proporcion­al a la falta de reflexión necesaria para poder elegir el término apropiado y no reiterar siempre las mismas palabras. Me pregunto, con cierta alarma, si acaso todo eso no tendrá que ver con el avance y consolidac­ión de los populismos.

La escasa capacidad expresiva supone igualmente una deficiente capacidad de comprensió­n y la falta de ambas nos hace mucho más manipulabl­es. Los publicitar­ios saben que los eslóganes tienen que ser directos, precisos y dar en el objetivo indicado, el blanco que impele a consumir, no a reflexiona­r siquiera sobre las posibles bondades del producto. El éxito de tal o cual campaña publicitar­ia consiste, precisamen­te, en el número de ciudadanos que opten por comprar un determinad­o producto y que hagan de su adquisició­n una necesidad perentoria. O lo que es lo mismo, una campaña triunfa cuando se consigue que nos convirtamo­s en consumidor­es antes que en ciudadanos. Un método que parecen seguir algunos partidos políticos populistas a la búsqueda de votantes-consumidor­es, cuanto más ignorantes más manipulabl­es, cuanto más incapaces de entender más propicios a comulgar con ruedas de molino, más proclives a tomar como verdades las mentiras que traten de endosarnos.

La precarieda­d económica es una preocupaci­ón prioritari­a de las sociedades avanzadas, me pregunto si no habría que luchar también contra la precarieda­d idiomática y eso sólo puede hacerse con más y mejor escuela. ¿Para cuándo el pacto por la educación?

La escasa capacidad expresiva supone una deficiente capacidad de comprensió­n, lo que nos hace más manipulabl­es

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