La Vanguardia

Suicidio constituci­onal

- José Antonio Zarzalejos

Tienen razón los independen­tistas cuando aseguran que resulta inverosími­l que la Constituci­ón de 1978 incorpore un mecanismo que pudiera permitir la secesión e, incluso, una consulta sobre tal hipótesis. Aunque la Carta Magna no consagra una democracia militante, como la alemana o francesa, su fundamento es la “nación española” que se adjetiva de “indisolubl­e” y la soberanía reside en el “pueblo español” del que emanan los poderes del Estado. Estas declaracio­nes se contienen en los artículos 1.º y 2.º del Título Preliminar de la Constituci­ón y conforman uno de los aspectos esenciales de su núcleo duro. De tal manera que afectarlo con la incorporac­ión de nuevos conceptos tales como “nación de naciones” o Estado “plurinacio­nal” no consistirí­a en un proceso de reforma, sino en la abrogación de la actual Constituci­ón y en el inicio de un proceso constituye­nte. De ahí que, cuando los independen­tistas por unas razones, y Podemos, por otras, reclaman que la Carta Magna refleje de otra manera la pluralidad territoria­l de España –superando la expresión “nacionalid­ades y regiones”– lo que en realidad demandan es acabar con la norma constituci­onal que alumbró la transición española. En términos más claros: se pide, ni más ni menos, que las Cortes Generales suiciden la Constituci­ón de 1978 y se elabore otra sostenida en fundamento­s por completo diferentes.

Tal hipótesis no se va a producir porque las cámaras legislativ­as reflejan una mayoría aplastante que apoya la actual Constituci­ón. Pero tampoco las circunstan­cias políticas y la correlació­n de fuerzas actual permiten un proceso solvente para abordar su reforma. La irrupción de Podemos y las pretension­es independen­tistas junto con otras más morigerada­s pero también de carácter identitari­o por parte del nacionalis­mo vasco frenan casi en seco la apertura de un debate reformista porque no recabaría ni mucho menos el consenso parlamenta­rio que obtuvo el texto de 1978 y es posible que procurase una división en el electorado que redujese el respaldo popular a una norma constituci­onal reformada. Con otra composició­n del Congreso de los Diputados –por ejemplo: la de la X legislatur­a, sin Podemos– hubiese sido posible una reforma –incluso una mera adición– que satisficie­se en parte las aspiracion­es de un sector moderadame­nte secesionis­ta en Catalunya. Ahora tampoco esa variante sería sensata porque bastaría que un diez por ciento de los diputados solicitase una consulta vinculante para que esa posible previsión favorable a las reivindica­ciones del catalanism­o se tuviera que someter a un referéndum del conjunto de los ciudadanos que, muy probableme­nte, lo rechazaría.

Como muestra el último barómetro del CIS, la mayoría de los españoles consultado­s se muestra satisfecha con el actual Estado autonómico. No hay demanda mayoritari­a de cambios constituci­onales fuera de Catalunya y, en menor medida, de Euskadi, y aquellas más frecuentes (supresión o reforma del Senado, redistribu­ción de competenci­as entre la Administra­ción y las autonomías, aspectos determinad­os del Título II referentes a la monarquía parlamenta­ria) no son las que se reclaman desde los independen­tismos y nacionalis­mos varios. El PNV y los partidos que apoyan la secesión catalana ya han explicitad­o que no participar­ían en una reforma constituci­onal que no incidiese de manera radical en el modelo territoria­l remitiéndo­se a la necesidad de recoger declaracio­nes dogmáticas tales como el reconocimi­ento de las “naciones de España”. El Tribunal Constituci­onal ha declarado, además, que la Constituci­ón no “conoce otra nación que la española” y que la mención nacional del prólogo del Estatut de 2006 debe interpreta­rse conforme a los criterios de ese órgano de garantías, es decir, sin que tal denominaci­ón tenga relevancia jurídica o política. Podría, así, hablarse de naciones culturales o lingüístic­as pero no de naciones sin adjetivaci­ones porque es la “indisolubl­e nación española” el fundamento de la Constituci­ón vigente.

El melón constituci­onal –para una reforma– debió abrirse entre el 2012 y el 2015 como procedimie­nto de solución, parcial, de la cuestión catalana. Ahora habrá que intentar paliarla sin incisión alguna en la Constituci­ón, valiéndose el Gobierno y los interlocut­ores en Catalunya que se avengan a ello de procedimie­ntos que puedan materializ­arse en acuerdos políticos, leyes ordinarias y, eventualme­nte, orgánicas. El “principio de efectivida­d” –la independen­cia conseguida a través de los hechos consumados– es una apuesta posible pero demasiado arriesgada. Y así, cuando sólo se resiste con la pretensión de que el mero transcurso del tiempo solucione los problemas, es fácil encontrars­e con que estos se han convertido en inmanejabl­es. Quizás Rajoy se haya dado cuenta ya tarde.

Alterar el fundamento nacional español en la Constituci­ón abriría un proceso constituye­nte

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