‘Elektra’ nos señala el camino
La ovación fue atronadora y se prolongó durante más de diez minutos sin que se vaciara la platea, como por desgracia ocurre a veces en los estrenos del Liceu. Si se hubiera dejado reposar la última nota durante un par de segundos antes del estallido de aplausos, todo habría sido perfecto. La Elektra de Richard Strauss y Patrice Chéreau, que vuelve a representarse esta tarde en el Gran Teatre, es uno de esos espectáculos líricos que seducen tanto al espectador que gusta de las buenas voces como al que acude a ver una vibrante representación teatral que le hable de pasiones universales y vigentes, como es la venganza.
Los comentarios, además, fueron unánimes respecto a la mejora progresiva de la orquesta del Liceu de la mano de Josep Pons, que se enfrentaba en este caso a una partitura muy exigente.
Porque Elektra no es un montaje fácil: su música disonante, aunque incluye algunos pasajes melódicos, no ofrece la experiencia placentera que muchos aficionados buscan en la ópera. Por ello, es aún más relevante el éxito absoluto de su estreno. Ada Colau, presente el miércoles en el Liceu, pudo observar así en persona que también existe un público liceísta que se entu- siasma con las apuestas culturales más arriesgadas.
Son esas apuestas que no siempre tienen garantizada una buena taquilla y que a menudo hay que compensar con la programación de óperas que contienen arias bellas y famosas. Resulta interesante que en la sala estuviera precisamente la alcaldesa, representante de una administración saneada que tiene mucho que decir
Programar cultura pensando en el turismo de calidad no menoscaba los intereses de la población local. La globalización nos ha convertido en turistas de nuestra propia ciudad. Viajamos, comparamos y exigimos. O deberíamos exigir.
sobre el futuro de un teatro que no puede conformarse con ofrecer una programación de óperas amables.
Si este género aspira a perpetuarse en el tiempo debe ser capaz de atraer a un público joven que difícilmente se va a dejar seducir por las viejas historias servidas en los viejos envoltorios de siempre, aunque para enrolarlo en la causa de las creaciones contemporáneas habría que contar con la ayuda de un sistema educativo que en la actualidad concede un triste papel a la música.
Éxitos artísticos como este sirven también para elevar la autoestima de ciudad, un concepto muy presente en el debate de los ochenta o los noventa que ahora ha caído en un cierto desuso. Un mero ejercicio de cultura comparada nos sugiere que una metrópolis creativa debe integrar, en los dos extremos del abanico, desde una red activa de talleres de creación (públicos, privados, okupados) hasta un teatro de ópera de primer nivel. Y que la ciudadanía ha de jugar un papel clave a la hora de exigir que se cumplan esas expectativas.
Es legítima por supuesto la crítica que cuestiona que una ciudad deba construirse en función de su valoración en el contexto global. No hay que programar espectáculos pensando exclusivamente en el turismo, ni hay que evaluar el éxito de los museos por el número de visitantes extranjeros que reciben.
Eso es cierto. Pero no podemos obviar que la globalización crea ciudadanos globales que, gracias a la alta velocidad o los vuelos a bajo coste, se desplazan cada vez con más frecuencia a otras ciudades para consumir cultura, si no prefieren hacerlo a través de los ingentes recursos en línea. Esta ubicuidad cultural, para bien o para mal, nos ha convertido en turistas de nuestras propias ciudades, y eso sí que hay que tenerlo en cuenta a la hora de planificar las políticas culturales.
Esta nueva realidad eleva el nivel de exigencia de las instituciones y los programadores. Es decir, volviendo a la ópera: de la misma manera que esperamos que los teatros líricos de París, Londres o Nueva York (a esta lista habrá que añadir pronto a Madrid) nos sorprendan con propuestas vanguardistas y fuera de lo común, en Barcelona no debemos conformarnos con una programación en la que haya sobredosis de óperas bonitas, bien cantadas y con una escenografía aseada.