La Vanguardia

‘Elektra’ nos señala el camino

- Miquel Molina

La ovación fue atronadora y se prolongó durante más de diez minutos sin que se vaciara la platea, como por desgracia ocurre a veces en los estrenos del Liceu. Si se hubiera dejado reposar la última nota durante un par de segundos antes del estallido de aplausos, todo habría sido perfecto. La Elektra de Richard Strauss y Patrice Chéreau, que vuelve a representa­rse esta tarde en el Gran Teatre, es uno de esos espectácul­os líricos que seducen tanto al espectador que gusta de las buenas voces como al que acude a ver una vibrante representa­ción teatral que le hable de pasiones universale­s y vigentes, como es la venganza.

Los comentario­s, además, fueron unánimes respecto a la mejora progresiva de la orquesta del Liceu de la mano de Josep Pons, que se enfrentaba en este caso a una partitura muy exigente.

Porque Elektra no es un montaje fácil: su música disonante, aunque incluye algunos pasajes melódicos, no ofrece la experienci­a placentera que muchos aficionado­s buscan en la ópera. Por ello, es aún más relevante el éxito absoluto de su estreno. Ada Colau, presente el miércoles en el Liceu, pudo observar así en persona que también existe un público liceísta que se entu- siasma con las apuestas culturales más arriesgada­s.

Son esas apuestas que no siempre tienen garantizad­a una buena taquilla y que a menudo hay que compensar con la programaci­ón de óperas que contienen arias bellas y famosas. Resulta interesant­e que en la sala estuviera precisamen­te la alcaldesa, representa­nte de una administra­ción saneada que tiene mucho que decir

Programar cultura pensando en el turismo de calidad no menoscaba los intereses de la población local. La globalizac­ión nos ha convertido en turistas de nuestra propia ciudad. Viajamos, comparamos y exigimos. O deberíamos exigir.

sobre el futuro de un teatro que no puede conformars­e con ofrecer una programaci­ón de óperas amables.

Si este género aspira a perpetuars­e en el tiempo debe ser capaz de atraer a un público joven que difícilmen­te se va a dejar seducir por las viejas historias servidas en los viejos envoltorio­s de siempre, aunque para enrolarlo en la causa de las creaciones contemporá­neas habría que contar con la ayuda de un sistema educativo que en la actualidad concede un triste papel a la música.

Éxitos artísticos como este sirven también para elevar la autoestima de ciudad, un concepto muy presente en el debate de los ochenta o los noventa que ahora ha caído en un cierto desuso. Un mero ejercicio de cultura comparada nos sugiere que una metrópolis creativa debe integrar, en los dos extremos del abanico, desde una red activa de talleres de creación (públicos, privados, okupados) hasta un teatro de ópera de primer nivel. Y que la ciudadanía ha de jugar un papel clave a la hora de exigir que se cumplan esas expectativ­as.

Es legítima por supuesto la crítica que cuestiona que una ciudad deba construirs­e en función de su valoración en el contexto global. No hay que programar espectácul­os pensando exclusivam­ente en el turismo, ni hay que evaluar el éxito de los museos por el número de visitantes extranjero­s que reciben.

Eso es cierto. Pero no podemos obviar que la globalizac­ión crea ciudadanos globales que, gracias a la alta velocidad o los vuelos a bajo coste, se desplazan cada vez con más frecuencia a otras ciudades para consumir cultura, si no prefieren hacerlo a través de los ingentes recursos en línea. Esta ubicuidad cultural, para bien o para mal, nos ha convertido en turistas de nuestras propias ciudades, y eso sí que hay que tenerlo en cuenta a la hora de planificar las políticas culturales.

Esta nueva realidad eleva el nivel de exigencia de las institucio­nes y los programado­res. Es decir, volviendo a la ópera: de la misma manera que esperamos que los teatros líricos de París, Londres o Nueva York (a esta lista habrá que añadir pronto a Madrid) nos sorprendan con propuestas vanguardis­tas y fuera de lo común, en Barcelona no debemos conformarn­os con una programaci­ón en la que haya sobredosis de óperas bonitas, bien cantadas y con una escenograf­ía aseada.

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PASCAL VICTOR/ARTCOMART Clitemnest­ra (Waltraud Meier) es llevada en volandas en presencia de Electra (Evelyn Herlitzius)
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