¿Rivales?
Se supone que el arte nace del arte, que el intercambio de soluciones formales entre los artistas constituye una de las razones poderosas de la evolución plástica que consolida en un canon temporal, condiciona las normas y ajusta las formas sensibles a la comprensión del tiempo. Quizás a partir de esta convención narrativa, el crítico australiano Sebastian Smee ha elaborado una estrategia ingeniosa de diálogo artístico reunido en el libro The Art of Rivalry (Londres, 2016). Describe en parejas artísticas enfrentadas el juego de rivalidades, encuentros y desencuentros que configuran la legibilidad de los elementos formales y estructuran la obra de arte, entreverados además con motivos biográficos e incluso sociales e ideológicos en unos pintores decisivos: Manet y Degas; Matisse y Picasso; Freud y Bacon; Pollock y De Kooning. El palmarés de la tradición pictórica occidental a lo largo del siglo XX. Smee ganó el Premio Pulitzer de crítica artística de 2008, y ha conseguido una envidiable profesionalidad cosmopolita: de Sydney a Nueva York y Londres, donde colaboró en The Guardian y The Independent con contribuciones de peso en el Spectator. En la actualidad discute no ficción con las alumnas del prestigioso Wallesley College de Massachussetts, y sigue a pie de obra los meandros del arte emergente.
Smee traza las semblanzas concéntricas que sintetizan afinidades e incompatibilidades en artistas señalados para la definición de la modernidad europea. Manet, vemos, fue una personalidad crucial para la difusión del impresionismo. Crecido entre la alta burguesía del dinero que abjuró pronto de la toga legal para embarcarse en una aventura naval que le llevó a Rio de Janeiro. Casado por sorpresa con la profesora holandesa de piano, otro escándalo, emprendió una doble vida que le transformó en pintor. El retrato sibilino de la pareja que hizo Degas es indiciario, sin duda. Alumno por azar de Couture, el arte extraño de Manet intuyó pronto una senda propia: ese impresionismo de pincel leve y matizado frente a los claroscuros del realismo que deslumbró a todos con Tonadillera española en el Salón de 1861. Una paradoja. Degas conoció a Manet en esa ocasión a la vez que a Baudelaire, otro indicio. Era entonces un descarriado flâneur por las galerías del Louvre fascinado por la pintura de Velázquez. Degas había nacido en una saga de especuladores financieros salvados de milagro de la guillotina un siglo atrás y formado en el Lycée Louis Le Grand, como Voltaire y Delacroix, que resolvió a contrafuero ser artista. “Una vida ascética. Los mayores logros artísticos proceden de la renuncia”, repetía. Estimulado por la limpieza de la línea, se diferencia enseguida de Manet siempre atento a la espontaneidad del trazo. Degas se convier- te así en heredero tardío de Ingres y descubre la imaginación desbordada de Gustave Moreau, otra paradoja, y el color cegador de Delacroix. Pero la personalidad magnética de Baudelaire confundió a Manet y Degas. El primero desconcertado por la celeridad de la vida urbana, el segundo por una visión de largo alcance que situaba cautamente cada arte en su tiempo.
El lector seleccionará según sus preferencias, pero quisiera subrayar dos retratos contundentes: la contraposición magistral entre Matisse y Picasso, y el enfrentamiento a sangre de Bacon y Freud. Veamos. En 1906 Matisse visitó el estudio de Picasso. Le acompañan su hija Marguerite y los Stein, coleccionistas en ciernes. Picasso tiene
veintidós años y Matisse treinta y seis, duro salto. Los dos en precario y a la busca de un éxito estimulante, rotundo. Picasso observa, escruta y Matisse no parece dispuesto a dejarse intimidar. “Acepto cualquier influencia, pero siempre sé cómo dominarla”, afirma seguro. Picasso le admira a través del galerista Vollard, que expuso su obra en 1901 y 1903. Los Stein aguardan sin prisa, serán pronto los grandes difusores de la obra de los dos titanes del arte nuevo. Matisse se obstina en la aventura del fauve, Un bote de pintura en el
rostro del público. En tanto Picasso se brea en la bohemia de Bateau Lavoir rodeado de los creadores de la vanguardia radical que abre el siglo XX: Gris y Braque, y el matemático y descubridor del cubismo virtual Maurice Princet.
Apenas añadir otros momentos que nos permitan calibrar la densidad del ensayo de Smee. Un ejemplo, es la disección de la pintura rapaz de Bacon, cuya obra conjura el naturalismo figurativo de Lucien Freud y lo alinea con la agresividad expresivista de la tradición europea. Los dos maestros del desnudo se miden en el entablado abismal del cuerpo a cuerpo: figuras que se devoran sobre el lienzo, abandonadas al deseo y la insaciabilidad, propone Bacon. Pero Freud las restituye al inescrutable territorio humano reproduciendo los rostros después de la batalla: vencidos exhibicionistas que cubren su vergüenza en una extraña melancolía contagiosa. Artistas que visualizan a través de la gestualidad destructora de su pintura que son contrincantes en mayor medida que rivales. Un juego mortal, insisto, sin medias tintas, tramado en un libro impecable.