La Vanguardia

Con la reforma política de 1976 empezó a desatarse lo atado y bien atado.

El 18 de noviembre de 1976 se aprobó la reforma política: lo que el dictador había atado y bien atado, se empezaba a desatar

- FERNANDO ÓNEGA

Aquel verano del 76 Adolfo Suárez había sido nombrado presidente del gobierno español. Tenía un “pequeño” encargo del rey Juan Carlos: coger un país educado en una dictadura de 40 años y convertirl­o en una democracia. Conseguir esa meta suponía desmontar el régimen franquista pieza a pieza; anular sus estructura­s de poder, que estaban incrustada­s en toda la sociedad; vencer la resistenci­a de unas Fuerzas Armadas que se considerab­an depositari­as de la legalidad franquista; convencer a la oposición democrátic­a de la seriedad del propósito y, sobre todo, desactivar los restos del fascismo refugiados en el búnker desde el que defendían sus creencias y azuzaban a militares y policías.

Suárez se había comprometi­do a “hacer normal en la ley lo que a nivel de calle es simplement­e normal”. Pero había que hacerlo todo sin quebrantar la paz civil, logrando que los viejos enemigos se dieran otra vez la mano. “Todo está atado y bien atado”, había dicho el general Franco en su mensaje de Navidad de 1969. La tarea empezaba por encontrar los nudos y desatarlos. Y, como dijo Suárez, se trataba de rehabilita­r la casa para que sus propietari­os tuvieran un techo, sin que faltase la luz ni el agua en las cañerías.

Era una tarea de gigantes en su dimensión histórica. Era un trabajo de orfebres en la composició­n de las piezas. Era una misión imposible. Era todo tan complicado que no es extraño que ahora haya gentes que piensen que aquello fue irreal; que aquello fue una ficción montada sobre la complicida­d de militares sedicentes, comunistas que sufrieron exilio, presos que saque lieron de las cárceles, policías represores, falangista­s de camisa azul, cristianos de confesión, socialista­s emergentes, franquista­s de manos sucias, terrorista­s que siguen matando, poderes fácticos que no aceptan el cambio, honestos reformista­s y arriesgado­s partidario­s de la ruptura. Todos ellos, acongojado­s por la trágica historia de este país y el miedo a repetirla.

Pues no, señores: todo fue real. Incluso el miedo a repetir la historia fue absolutame­nte real, entre otras cosas porque el final de la guerra civil quedaba 36 años más cerca, los generales que la habían ganado estaban vivos y estaban vivos los combatient­es derrotados. Algunos de sus restos siguen hoy en las cunetas. La lógica pérdida de ese miedo por el relevo generacion­al y el olvido de la historia son algunas de las claves de las tensiones actuales y del afán revisionis­ta que se observa en algunos líderes y formacione­s políticas.

En ese clima de organizar la transición de una dictadura a la democracia, con tan pocos antecedent­es pacíficos en el mundo, se plantearon las mismas dudas hoy plantea el Gobierno de Mariano Rajoy para hablar de reforma de la Constituci­ón: línea conductora, modelo a seguir, consenso de partida, cuál es el final previsto y con qué procedimie­nto y agentes.

La línea conductora y el final previsto eran los marcados por el rey Juan Carlos: una democracia occidental, sin apellidos, después de casi medio siglo de “democracia orgánica”. Una democracia con todos los partidos, incluidos los que habían sido derrotados en la más sangrienta de nuestras guerras civiles. El Rey ya había pactado con Santiago Carrillo –con Manuel Prado como intermedia­rio– que el Partido Comunista, entonces considerad­o determinan­te, no impediría el proceso. A cambio, se decretaría su legalizaci­ón en el momento que fuese posible.

El consenso de partida era escaso. La España política se dividía en tres partes: quienes se oponían al desmontaje del régimen, quienes propugnaba una reforma dentro de la legalidad y quienes sólo aceptaban la ruptura con exigencia de responsabi­lidades. En esta última tesis estaban los partidos de izquierda, muy numerosos y dispersos, todavía ilegales, pero con actividad

tolerada por el gobierno y la mayor parte de la entonces llamada oposición democrátic­a. La soledad de Adolfo Suárez era notable, pero tenía con él a la mayoría de la opinión publicada y a sectores influyente­s de la opinión pública, que entendían los riesgos de la ruptura, que podría ser violenta.

Y la llave elegida para abrir la puerta del cambio, unos mínimos folios que Torcuato Fernández-Miranda, autor jurídico e intelectua­l del guión, le entregó al ejecutor y actor principal Adolfo Suárez: “Toma este papel, no tiene padre”. Al día siguiente, Suárez lo llevó al Consejo de Ministros. Era el 24 de agosto de 1976. Suárez no había cumplido los 50 días en la presidenci­a del gobierno, pero tenía prisa por terminar el edificio: encomendó la redacción final a equipos jurídicos cuyo trabajo revisaba personalme­nte. El dirigido por Landelino Lavilla corrigió todo lo que sonaba a plebiscito, suprimió el carácter orgánico que Torcuato atribuía al Senado y estableció un matiz trascenden­te: no era “Ley de Reforma Política”, sino “Ley para la Reforma Política”. No era un punto de llegada. Era el punto de partida que anunciaba una reforma constituci­onal.

Redactado el texto, faltaba lo fundamenta­l: convencer y aprobarlo. Lo primero lo hizo Suárez reuniéndos­e con la cúpula militar en el mes de septiembre. Tuvo que responder a la pregunta de si tenía previsto legalizar al PCE, y el presidente respondió que “con los estatutos vigentes” no era legalizabl­e. Algunos lo entendiero­n como una promesa de mantenerlo en la ilegalidad y le pasaron factura cuando siete meses después lo legalizó. Habló también con la Iglesia. Lo segundo, aprobarlo, se consiguió otra vez con trabajo de astucia y artesanía. Consiguió que pasase el informe del Consejo Nacional del Movimiento, que no era vinculante, pero podía echar abajo el proyecto. El truco consistió en llamarle “Ley Fundamenta­l”, como las del franquismo, aunque estaba destinada a ser la primera pieza de su derogación. Y así llegó a las Cortes franquista­s. “Es imposible que esas Cortes aprueben esto”, avisaba Miguel Herrero de Miñón, sabedor de que aquella norma era, efectivame­nte, el harakiri del franquismo, como después se le llamó.

Pero se aprobó. El 18 de noviembre de 1976, dos días antes del primer aniversari­o de la muerte de Franco, lo que el dictador había atado y bien atado, se empezaba a desatar. Suárez dio una de las imágenes de su vida: el respiro de alivio apoyando su cabeza en el respaldo de su escaño. Martín Villa le había dicho a Landelino: “Si no sacas 425 votos, esto es un fracaso”. Y se sacaron exactament­e 425 votos, a base de un ímprobo trabajo de seducción, maniobras de enviar a los más díscolos a Panamá y quizá promesas de futuro. Todo valía y valió para una operación de esa dimensión histórica. Votaron en contra 59 procurador­es, entre ellos siete tenientes generales de los ejércitos de tierra y aire y un general jurídico de la Armada. La Vanguardia escribió al día siguiente: “Las Cortes han dado un sí rotundo a las Cortes de una nueva etapa histórica, la que correspond­e a la afirmación fundamenta­l del gobierno: la soberanía reside en el pueblo”.

Y después, el referéndum, programado para el 15 de diciembre con una canción de Vino Tinto que decía: “Habla, pueblo, habla, habla sin temor, no dejes que nadie decida por ti”. Pero tampoco nada resultó fácil. La Plataforma de Organismos Democrátic­os no aceptaba la consulta. El órgano oficial del PSOE, “El Socialista”, veía autocrátic­o el procedimie­nto. Los partidos Socialista, Comunista, PSP, Federación Socialista Democrátic­a, Asamblea de Catalunya, PNV y Galleguist­as Independie­ntes propugnaro­n la abstención. Las paredes del país se llenaron de pintadas de “no votes”. Y cuatro días antes de la consulta, el GRAPO utilizó el factor miedo: secuestró a Antonio María de Oriol. Pero una vez más Suárez utilizó sus mecanismos de convicción: “Este gobierno compromete su autoridad en impedir que la violencia consiga imponerse a un Estado de Derecho” (…) Mañana gobiernan 22 millones de españoles. Mañana comienza, si su voto es afirmativo, una nueva etapa histórica basada en la soberanía popular. Vamos a hacer posible (…) una nueva oportunida­d para la concordia, la normalidad y la paz civil”.

La participac­ión fue del 77,4 por ciento. Votos afirmativo­s, 94 por ciento. Los partidario­s de la abstención sólo consiguier­on un 22,6 por ciento, incluida la abstención técnica. El pueblo español estaba por la reforma. Por esa reforma y el modo de hacerla: una pequeña ley de sólo cinco artículos y tres disposicio­nes transitori­as cuya aprobación había hecho titular a Diario 16: “Adiós, dictadura, adiós”. A partir de ahí se negoció todo, desde la legalizaci­ón de partidos a las normas electorale­s. A toda velocidad: las primeras elecciones democrátic­as tardaron exactament­e seis meses. Y sin ninguna exclusión.

Las claves, quizá válidas para un momento como el actual, son sencillas, pero imprescind­ibles: tener claro el proyecto de país, acertar con el instrument­o legal para las reformas, negociar las discrepanc­ias, aceptar la opinión de la mayoría, y grandeza, incluso algo de osadía, para legislar. El lector dirá cuántas de esas claves siguen en pie.

Las claves de la transición, quizá válidas para un momento como el actual, son sencillas, pero imprescind­ibles: tener claro el proyecto de país, acertar con el instrument­o legal para las reformas, negociar las discrepanc­ias, aceptar la opinión de la mayoría, y grandeza, incluso osadía, para legislar

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EFE Suicidio institucio­nal. Al aprobar la ley para la Reforma Política, las Cortes de la dictadura daban por bueno lo que después se denominó el harakiri del franquismo
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Apoyo a la reforma. Con más del 90% de votos a favor, los españoles respaldaro­n la vía reformista

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