La diplomacia no es una ciencia, pero casi
LA diplomacia no es exactamente una ciencia, pero se le parece. De hecho, para ejercerla hay normas de comportamiento, principios inmutables y conocimientos específicos. A partir de todo ello se formulan preguntas, se construyen hipótesis, se deducen actuaciones y se elaboran estrategias. La gente suele estudiar una serie de disciplinas para ejercer como diplomático y, como carrera, se podría afirmar que es de las más duras. Lo cual no quiere decir que no haya habido escritores y artistas que se hayan sentido tentados por ella, como Stendhal, Chateaubriand, Neruda o Paz, que desempeñaron sus funciones. Y si nos alejamos en el tiempo, Dante, Petrarca o Boccaccio fueron embajadores durante el esplendor de Florencia. Es posible que sea un profesión con aureola social. Inocencio Arias, con una dilatada carrera diplomática, acaba de publicar un libro parecido a unas memorias, titulado Yo siempre creí que
los diplomáticos eran unos mamones (Plaza & Janés), donde se debate entre la mitificación y la mixtificación del oficio. Arias escribe que la gente cree que orinan perfume francés y llevan bordadas coronas ducales en los calzoncillos, como si fueran afectados petimetres, pero aunque de esos tampoco faltan, por lo general son funcionarios que trabajan eficazmente en el exterior y no siempre en cómodas circunstancias.
Leo el trabajo de Arias cuando la prensa da por hecho que el secretario de Estado elegido por Donald Trump será Rex Tillerson, presidente y consejero delegado del gigante petrolero ExxonMobil. De él se sabe que siente una gran simpatía por Vladímir Putin. Y nadie dice que un multimillonario no pueda ejercer el cargo, pero un puesto como este no se improvisa como el postre en una cena entre amigos. No tiene experiencia, pero tampoco los conocimientos necesarios y deberá afrontar numerosos conflictos de intereses. Una cosa es que la diplomacia no sea una ciencia y otra que resulte aconsejable hacer experimentos.