El nuevo talante
Antoni Puigverd se refiere a los aires de cambio político: “Ahora la vicepresidenta Sáenz de Santamaría abandera un diálogo que algunos sectores catalanes han aplaudido en diciembre como si ya estuviéramos en primavera; y que los independentistas ridiculizan con una estridencia que delata inseguridad. ¿Qué credibilidad tiene el diálogo propuesto por aquellos que durante años han negado incluso el problema?
No compartimos ni siquiera la definición del problema. Para los medios de comunicación de la capital y para la inmensa mayoría de políticos españoles, los catalanes han sido adoctrinados por el nacionalismo, infectados por un sentimiento de superioridad, dominados por un egoísmo que les hace desear la ruptura del vínculo con España precisamente ahora que el mercado español está en crisis. Esto en términos generales. En términos particulares, el procés no es sino una forma de funambulismo político que Artur Mas improvisó. En cambio, para los políticos y medios de comunicación favorables al procés, España ha perseguido siempre la anulación de la identidad catalana, ha deformado el pacto constitucional, ha impuesto una idea de la igualdad que convierte en sospechosa la diferencia catalana, pone trabas al desarrollo económico y cultural catalán y bloquea la voluntad catalana de perdurar.
Dos visiones antagónicas. La España de matriz castellana ha sintetizado José Antonio con Azaña, pero no tolera la diferencia si no es folklórica. En cuanto a la visión catalana, ha triunfado la del nacionalismo de Pujol, que no es etnicista, sino inclusivo, pero que está forzando más allá de lo razonable la ambivalencia de sentimientos de pertenencia presentes en la sociedad catalana. En el último barómetro del CEO, después de cuatro años de protagonismo independentista, todavía conforman el bloque mayoritario los que se sienten tan catalanes como españoles (38,7%). Han aumentado mucho los que sólo se sienten catalanes (22,9%). Pero la suma de los que, en uno u otro grado, tienen el doble sentimiento de pertenencia es altísima: 68,6%. Me ha parecido siempre un error que este gran bloque sea forzado a aceptar una elección dual. Un error que explica los límites del soberanismo. Es la corriente más fuerte, pero no tiene suficiente aliento para conquistar la excepcional cima que pretende (algunos sectores del soberanismo empiezan también a verlo así).
Sin embargo, la fuerza del independentismo equivale, más o menos, a la suma de los que, según el CEO, se sienten o sólo catalanes (22’9%) o más catalanes que españoles (23,7%). Es razonable pensar que una parte de este sumando de 46,6% (concretamente: los que tienen doble sentimiento de pertenencia) podrían variar de posición si España ofreciera una salida creíble a Catalunya. Como recordaba Lluís Foix el otro día citando las tesis de Herrero de Miñón, España podría legalizar de facto la nacionalidad catalana y blindar algunos aspectos esenciales sin necesidad de cambiar la constitución: con una disposición adicional. Soluciones hay. Y responderían a la identidad ambivalente de la mayor parte de la sociedad catalana.
Ahora bien: todos los estudios indican que, en el resto de España, la mayor parte de la población no ve con buenos ojos esta solución. Quizá por ello, el PP se ha mantenido inmóvil durante todos estos años, perjudicando sobre todo a los catalanes de la tercera vía, que reclamaban una descongelación.
Ahora la vicepresidenta Sáenz de Santamaría abandera un diálogo que algunos sectores catalanes han aplaudido en diciembre como si ya estuviéramos en primavera; y que los independentistas ridiculizan con una estridencia que delata inseguridad. ¿Qué credibilidad tiene el diálogo propuesto por aquellos que durante años ha negado incluso el problema? ¿Qué esperanza de solución puede ofrecer aquel que tanto ha contribuido, per negationem, a reforzar el independentismo?
Las causas del antagonismo actual son múltiples. Los errores políticos están repartidos en todos los bandos. Todos los partidos catalanes y españoles son responsables de lo que está pasando. Errores catalanes en la confección del Estatut hubo muchos. Errores españoles también. La frivolidad, la precipitación y la exclusión dominaron en aquellos años, hasta que llegó la sentencia del 2010, factor desencadenante del crecimiento del independentismo. Errores políticos hubo muchos. Pero el proceso de revisión del Estatut siguió escrupulosamente la legalidad. Sin embargo, el PP impulsó una campaña en contra del Estatut por toda España que atravesó una línea roja: obtuvo rendimiento político de la catalanofobia. Existen deprimentes imágenes televisivas de aquellas mesas petitorias. El propio presidente Rajoy, pocos meses antes de ganar las elecciones del 2011, lo reconoció en una mesa de periodistas. Lo dijo: “Fue un error”. Y se hizo un silencio espeso, que yo rompí: “Un error puede enmendarse”, apunté.
El diálogo no fructificará sobre la elipsis. El grueso de la sociedad catalana no volverá al pactismo por arte de magia. No se construye una casa sobre la arena del olvido. El diálogo debe construirse sobre la piedra de la verdad. Errores ha habido muchos y están repartidos. Pero el PP debe reconocer su error histórico. El Estatut era discutible, pero seguía una vía legal: con aquellas mesas petitorias repartidas por toda España, el PP usó unas armas de combate que rozaban la xenofobia. Corregir ese error sería reparador. La reparación es la vitamina del diálogo.
¿Qué credibilidad tiene el diálogo propuesto por aquellos que durante años han negado incluso el problema?