La Vanguardia

El pago de la historia

- Chufo Lloréns

Al escribir una novela salen mil circunstan­cias que te pueden obligar a cargarte un personaje o alterar su actuación a lo largo de la trama. Por lo que a mí respecta intento que la acción constituya el 75% de la novela, la descripció­n un 25% y todo lo que no conduce al buen fin de la narración lo suprimo.

Cuando buceas en las diferentes fuentes hallas perlas que te obligan a replantear­te situacione­s y es entonces cuando surge la duda. Por muy atractivo que sea un personaje, si no aporta debe ser apartado; por norma intento que no me guíe la vanidad de querer incluir algo para mi lucimiento personal.

Escribiend­o La ley de los justos hallé un personaje que casi me hace renunciar a mis principios; su vida es tan interesant­e que a punto estuve de darle mucho más cuartel del que le di.

Su nombre, Quintín Banderas Betancourt.

En la historia de la independen­cia cubana destacan el ideólogo José Martí, el generalísi­mo Máximo Gómez y Antonio Maceo, el Titán de Bronce. Junto con otros permanece en la sombra el negro Banderas. Nació en Santiago en 1837 y con 14 años empezó a luchar, ascendió de soldado raso a general. Por su carácter agreste fue degradado dos veces y de nuevo reintegrad­o a su rango por su valor desmedido.

Organizó un escuadrón de caballos negros y jinetes desnudos que atacaban machete en mano los campamento­s españoles de noche provocando el terror entre la tropa. Se casó con Virginia Zuaznabar, con la que tuvo cinco hijos y ya en la paz, acuciado por la necesidad, no admitió ayudas del presidente Tomás Estrada por no faltar a sus principios. Trabajó como vendedor ambulante de jabones e iba de casa en casa vestido con su raído uniforme y portando sus condecorac­iones. En 1906 fue asesinado a machetazos por la guardia rural en la finca El Garro. Sacaron su cadáver de la funeraria municipal de noche, dentro de una caja de madera de pino y lo llevaron al cementerio Colón en un carromato de transporte de carbón sin bandera ni escolta. Únicamente le acompañó su viuda. Una vez que se retiró la guardia, el capellán colocó una pequeña cruz sobre la tumba y una tabla con un falso nombre –“Felipe Augusto Caballero”– para que la sepultura no fuera violada.

Ese fue el personaje que a punto estuvo de hacerme cambiar mis principios.

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