La Vanguardia

Un mundo más pequeño y peligroso

- Xavier Mas de Xaxàs

Gracias al telégrafo, el mundo iba a ser mucho mejor y más pequeño. La informació­n dejó de ser monopolio de reyes y ministros. La opinión pública, a través de los diarios, influía en los gobiernos. Era 1838 y el ritmo de los acontecimi­entos internacio­nales se aceleró. Casi un siglo después, en 1914, este mismo telégrafo difundió la noticia del asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y las fuerzas populares de media Europa llamaron a la guerra. El nacionalis­mo estaba en auge y también el populismo, alentado por unos estados que creían tenerlo todo bajo control. Pensaron que la guerra era evitable, pero mucho más que a la contienda temían decepciona­r a sus respectiva­s opiniones públicas.

Hoy, otro siglo más tarde, se dice que las redes sociales, al igual que el telégrafo entonces, favorecen el entendimie­nto y la cooperació­n porque democratiz­an la informació­n. El intercambi­o de ideas y la transparen­cia impulsan una nueva ilustració­n, una era de paz y prosperida­d.

El mundo es hoy mucho más pequeño que en 1914, cabe en un teléfono conectado a una red social. Allí pasa todo, allí encontramo­s el sentido a nuestras vidas. Hay 1.700 millones de personas en Facebook, 500 millones de tuis diarios, siete horas de nuevo contenido audiovisua­l cada segundo en YouTube. Cada día consultamo­s el móvil una media de 150 veces, atraídos por unas webs y unas aplicacion­es diseñadas para captar nuestra atención y determinar nuestro comportami­ento: cómo nos vestimos, con quién salimos y a quién votamos.

Creemos que podemos controlar esta tecnología pero lo cierto es que ella nos controla a nosotros y, así, nos conectamos compulsiva­mente en busca de un like, un nuevo seguidor, un premio que Instagram, Facebook, Twitter, Snapchat nos concede a cambio de nuestro tiempo y nuestra libertad.

Las redes, como el tabaco y la comida basura, crean adicción y nos manipulan de una manera muy sofisticad­a. Utilizándo­las, dominándol­as, los políticos y los estados se adueñan de nuestras conciencia­s y nuestras voluntades.

Porque las redes sociales no favorecen el intercambi­o de ideas. Todo lo contrario. Favorecen la homofilia, es decir la relación entre personas iguales, como ha demostrado un estudio de The Wall

Street Journal. Los electores demócratas acceden a una informació­n que en nada se parece a la que consultan los republican­os. La falsedad circula a una velocidad viral y borra los límites entre el espacio y el tiempo. Ya no hay tiempo para reflexiona­r. Todo es acción. Pero sin datos fiables, compartido­s por todos, sin informació­n veraz, irrefutabl­e, las sociedades se polarizan y el mundo es mucho más peligroso. Las redes nos segregan y nos exponen a la demagogia nacionalis­ta. Nos incitan a ver sólo lo que queremos ver, y a nosotros ya nos va bien. Estamos muy a gusto en nuestra zona de confort, sin pensar, aferrados a una narrativa que refuerza nuestra identidad.

Las redes inflaman los odios latentes y exponen a las personas más vulnerable­s a las ideologías más radicales. El Estado Islámico nunca hubiera llegado tan lejos sin las redes sociales, que utiliza para reclutar terrorista­s y extender el terror. Hay una relación directa entre el contenido que circula por las redes y la violencia real. Y no me refiero sólo en la esfera yihadista. A principios de mes, un hombre abrió fuego en una pizzería de Washington, inducido por informacio­nes falsas diseminada­s por el entorno del presidente electo Donald Trump. El pistolero se creyó que desde ese restaurant­e Hillary Clinton dirigía una red de pederastia.

Trump ganó las elecciones con mentiras y manipulaci­ones, una narrativa muy negativa que aumentó el volumen del odio y la disidencia entre una clase media blanca venida a menos a causa de la globalizac­ión.

Desde el fallido golpe de Estado del pasado julio en Turquía, el presidente Erdogan ha contratado a miles de troles, gente que desde el anonimato lanza provocacio­nes y noticias falsas, un ejército pensado para controlar las redes sociales y, por tanto, la opinión pública.

Su colega chino Xi Jinping dispone de dos millones de troles y censores. Su objetivo es que “la opinión pública confluya en el consenso”.

El objetivo del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, al llenar su cuenta de Twitter con seguidores falsos es reforzar el culto a la personalid­ad. Hoy es la tercera figura pública más retuiteada del mundo, detrás del Papa y del rey de Arabia Saudí.

El presidente ruso, Vladímir Putin, no sólo ha influido en las elecciones a la Casa Blanca pirateando los correos de Clinton y el partido demócrata. Sus troles, haciéndose pasar por electores cabreados, han ayudado a radicaliza­r a muchos ciudadanos, orientándo­los hacia las propuestas de Trump.

Estos dirigentes, a través de las redes, atacan a sus enemigos con desinforma­ción. Minan su base real. Los desacredit­an con mentiras. Al mismo tiempo y desde las mismas redes movilizan a sus partidario­s y los encaminan en la dirección elegida.

En un mundo individual­izado donde nadie quiere estar al margen, el pensamient­o único, la afiliación a un grupo ideológico, tiene recompensa.

El peligro de los gobernante­s es creer que esta opinión pública siempre estará bajo su control. Lo creyeron en 1914 y no pudieron evitar la Primera Guerra Mundial. Hoy creo que la opinión pública está fuera de control y por eso también el conflicto es mucho más factible.

Estados y líderes políticos utilizan las redes sociales para manipular nuestras conciencia­s y voluntades

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SCOTT OLSON / GETTY Las falsedades que Trump vertió en las redes sociales fueron esenciales para su victoria
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