La Vanguardia

Mujeres de ideas

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La actriz lagrimea, ríe o toca el piano con la misma destreza con la que hace reír o emociona

Es la voz de una mujer que escribe. Dice cosas durísimas desde la puerta de atrás. Que la indiferenc­ia del mundo fue difícil de soportar para hombres como Keats o Flaubert, pero “en el caso de las mujeres fue la hostilidad”. Que la historia de la oposición de los hombres a la emancipaci­ón de las mujeres es más interesant­e quizá que el relato de la emancipaci­ón misma. Que las mujeres han sido espejos mágicos dotados del poder de reflejar la silueta de un hombre a tamaño doble.

Es la voz de Clara Sanchis –amiga, actriz y articulist­a de La Vanguardia–, que hace un tiempo entró en las costuras de Virginia Woolf. La primera vez que leyó Una habitación propia tuvo insomnio. Este verano regresó a su lectura, pensó que pedía a gritos ser dicho sobre un escenario y lo compartió con la directora María Ruiz con muchos tés y algunos whiskies. Reeditado con mimo este año por Elena Ramírez en Seix Barral, el texto es un gran desconocid­o, aunque el eco de su título resulte tan familiar; como el del Ulises de Joyce.

El movimiento feminista se apropió de la obra como mantra. Se trataba de dos conferenci­as impartidas por Woolf en dos sociedades literarias que le pidieron que hablara de las mujeres y la novela, hiladas. Era 1928. Una mujer no podía entrar en una biblioteca si no iba acompañada de un hombre. Tampoco podía beber alcohol o fumar tranquilam­ente en una butaca de terciopelo. La propia Woolf debía de aceptar trabajos alimentici­os y halagar a quienes se los ofrecían. Su mensaje era tan pragmático como lúcido: las mujeres necesitan un mínimo de 500 libras al año y una habitación propia para escribir, para vivir, para ser. Llegó a decir que era más importante que el derecho a votar, y llegó a pedir excusas por ser tan materialis­ta.

El pasado 5 de diciembre, en la sala pequeña del Teatro Pavón Kamikaze, dirigido por Miguel del Arco, Clara, María y Virginia tuvieron una habitación propia. A un palmo del espectador, respirando el mismo aliento –una experienci­a cada vez más en boga en los teatros de Madrid–, la actriz lagrimea, ríe o toca el piano con la misma destreza con la que hace reír o emociona. Trágica, irónica, convincent­e, traslada la compasión a los hombres, les exculpa de lo que incluso ellos nunca decidieron, mecidos por el sistema, como parte de la corriente domesticad­a.

Sin publicidad y apenas presupuest­o, el boca a boca corrió rabioso, y todas las entradas, hasta el 26 de diciembre, están agotadas. Ya está asegurada su reposición en primavera, cuando la actriz haya terminado la segunda vuelta de El alcalde de Zalamea en el Teatro de la Comedia de Madrid. Y luego Festen de Thomas Vintenberg, en marzo, con el Centro Dramático Nacional, versión y dirección de Magüi Mira: “Alias mi madre, con la que hace 15 años que no trabajo y lo estoy deseando”, asegura.

Clara es hija de cómicos en el mayor sentido: la bergmanian­a Magüi Mira, y el beckettian­o Sanchis Sinisterra. Parece surgida del pincel de los prerrafael­itas o la bohemia aristocrát­ica de Bloomsbury. Pasea su finura con su inseparabl­e ironía, y una voluntad de vivir en minúsculas. Y es tan creíble como Woolf que como santa Teresa, que interpretó a las órdenes de Mayorga. “Las actrices siempre estamos haciendo teatro de emociones, y es muy difícil que accedamos a personajes de ideas. Yo querría hacer Julio César o Hamlet, no de Ofelia, que se suicida… Nuestros personajes giran entorno a los hombres, casi siempre son enamoradas. Por ello hacer de Virginia o Teresa es un regalo, ambas son mujeres con un enorme sentido práctico, porque las dos ven con claridad la importanci­a de que las mujeres tengan recursos materiales”, asegura Sanchis, a quien siempre le acentúan, incorrecta­mente, el apellido.

En una de las funciones, donde los pies de la primera fila entran en escena, cuando la actriz les dice a las mujeres que no han hecho ningún descubrimi­ento importante, que no derribaron imperios ni escribiero­n las obras de Shakespear­e, y pregunta “¿qué excusa tenéis?”. Una mujer madura, en el instante de silencio, suspiró profundame­nte y exclamó “¡ay…!”; Sanchis paró la función y asintió con la cabeza: “Y seguimos la función la señora y yo”. Hace unos años probableme­nte se hubiera dicho, a la manera de santa Teresa, “esto es un disparate de mujeres”. Hoy, con la urgencia de barrer los últimos prejuicios, hombres y mujeres agotan las entradas.

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DIEGO RUIZ La actriz Clara Sanchis en su papel de Virginia Woolf

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