La Vanguardia

Niños soldado en África

Dos ex niños soldado narran cómo la pobreza y la insegurida­d les hicieron unirse a un grupo armado en República Centroafri­cana

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Numerosos jóvenes de la República Centroafri­cana acaban en las filas de los grupos guerriller­os como forma de protección ante la violencia, mientras que los que abandonan esta vida no reciben ayuda alguna.

ROSA M. BOSCH

Los anti-balaka no me reclutaron a la fuerza, me fui con ellos porqué quise. Los Séléka saquearon y quemaron mi casa, mataron a mi hermano, mi madre ya había fallecido antes de la guerra... Para tener alguna oportunida­d de sobrevivir me fui con los anti-balaka”, susurra en sango Chamberlai­n. Este adolescent­e de 16 años y su amigo Mohamed, de 15, se conocieron en las filas de los anti-balaka, uno de los grupos que combaten desde 2012 en República Centroafri­cana (RCA). Cuentan que el pasado octubre, cansados de los malos tratos de sus superiores y de las condicione­s de vida en el bosque, decidieron abandonar las armas.

Timoléon Amolo, director del Centre Orphelinat Le Bercail de Batangafo, inestable localidad al norte del país, ejerce de traductor del sango al francés de estos dos menores, que desde los 13 años, cuando se fueron con los anti-balaka, no han regresado a la escuela. Mohamed asegura que tampoco fue obligado a combatir con estas milicias: “Como muchos otros jóvenes, me fui con ellos para protegerme. Los Séléka mataron a mi tío y a mis hermanos”.

Durante el periodo 2012-2015 más de 10.000 menores se sumaron a la fuerza o voluntaria­mente a diferentes bandas, según la oenegé Child Soldiers. “La coalición de los Séléka, de mayoría musulmana, y las milicias de autodefens­a antibalaka, principalm­ente cristianos, han utilizado a niños a partir de los ocho años de edad como combatient­es, escudos humanos, porteadore­s, mensajeros, espías, cocineros y también como objetos sexuales”, denuncia esta organizaci­ón que junto con Enfants sans Frontières trabaja en RCA para evitar la utilizació­n de menores en los conflictos bélicos. Child Soldiers indica en un informe que entre los acuerdos alcanzados en el Foro de Bangui (proceso de reconcilia­ción nacional) de 2015 y las negociacio­nes con las citadas bandas se consiguió un compromiso para liberar a unos 5.500 niños y adolescent­es, la mayoría por parte de los anti-balaka. Pero varios miles siguen atrapados entre los combatient­es.

Chamberlai­n y Mohamed relatan que dejaron a los anti-balaka por decisión propia, hartos de una vida extremadam­ente violenta para dos chicos de su edad. “Como éramos niños, los jefes nos pegaban. No me sentía bien con lo que hacía, íbamos a los pueblos, atacábamos a los líderes y forzábamos a la población a que nos lo diese todo. Lo que hacíamos traumatiza­ba a la gente”, describe Mohamed. Chamberlai­n asiente con la cabeza cabizbaja. Apenas levantan la mirada.

Pero lo que se han encontrado al salir no es nada esperanzad­or. Han perdido el contacto con sus familias y han acabado malviviend­o en el gran campamento de desplazado­s de Batangafo, en barracas hacinadas que cobijan a 24.000 personas. “Subsistimo­s como podemos, no nos gusta pero tenemos que atracar a la gente para poder comer. ¿Nuestros padres? Con la guerra marcharon...”, dice Chamberlai­n. “Como nadie se ocupa de ellos tienen el instinto de robar”, juzga el traductor.

Otro de los dramas es que ni Mohamed ni Chamberlai­n, ni tampoco la mayoría de niños que viven en el campo de desplazado­s, van a la escuela. Nadie, ninguna organizaci­ón especializ­ada en la infancia, se preocupa, por el momento, de su educación.

Ndo-Neting Zaboua Sogboua, representa­nte de la Oficina para la Coordinaci­ón de Asuntos Humanitari­os de Naciones Unidas (OCHA) en Batangafo, comenta que “la pobreza lleva a muchos menores a irse de manera voluntaria con los grupos armados, es una salida y piensan que así protegen a sus familias. También hay casos en que son los propios padres los que los envían, entre otros motivos para evitar las extorsione­s de las bandas. Hay algunos chicos que cuando llevan un tiempo ya no quieren ser liberados, con las armas se sienten más poderosos”.

El subprefect­o de Batangafo, Dewo Bafunga, añade que en los puntos de control que ex Séléka y anti-balaka disponen en las carreteras para abordar a los conductore­s y hacerles pagar una suerte de impuesto revolucion­ario “te encuentras a niños soldado, algunos de solo doce años, con un fusil en las manos”.

Mohamed y Chamberlai­n ven como chavales de todas las edades juegan delante del orfanato Le Bercail, un reducto de tranquilid­ad junto a las dependenci­as de OCHA y de la oenegé Oxfam. Los más pequeños, bebés de pocos meses, dormitan en los porches un caluroso sábado de finales de noviembre. Chamberlai­n y Mohamed estiran las piernas mientras esperan que los recoja Noël, el pastor evangelist­a que los acompañará de vuelta al campamento. Dicen que lamentan episodios de su vida que jamás olvidarán: “Si se ponía alguien delante, teníamos que disparar”.

“No me sentía bien con lo que hacía, íbamos a los pueblos y forzábamos a la gente a que nos lo diese todo”

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ROSA M. BOSCH Mohamed y Chamberlai­n, fotografia­dos el pasado 26 de noviembre en Batangafo
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