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El fracaso de la comunidad internacio­nal en ofrecer ayuda a los civiles de Alepo, y la polémica por la ampliación del tranvía en la Diagonal.

LA batalla de Alepo, la otrora capital económica siria, es una guerra con diversos protagonis­tas. De una parte, las tropas gubernamen­tales de Bashar el Asad, que cuentan con el apoyo de Rusia e Irán. De otra, las fuerzas rebeldes, que, apoyadas en parte por Occidente y Turquía, luchan por derribar el régimen sirio. Al mismo tiempo, están las tropas del Estado Islámico (EI), que dominan algunas áreas vecinas de Alepo y, en particular, la provincia de Idlib, la que con toda probabilid­ad será el próximo escenario bélico; y, finalmente, está la zona kurda, duramente castigada por Turquía y El Asad. Y en medio de todos ellos, una población civil, cruelmente castigada durante los cuatro años de guerra, que ha sobrevivid­o a las acciones bélicas y que ahora trata de huir de la zona este de la ciudad, el último bastión rebelde.

La evidencia del fracaso de la comunidad internacio­nal en resolver el conflicto en una mesa de negociacio­nes, en hacer llegar ayuda humanitari­a a los civiles y, en las últimas semanas, en garantizar su marcha de la ciudad asediada por las tropas gubernamen­tales, clama al cielo. Las Naciones Unidas ya no controlan nada en Alepo, porque fueron marginadas por las fuerzas contendien­tes. La situación de abandono de algunos centenares de miles de personas, las que no han dispuesto de medios económicos para huir antes de la guerra, es ahora la mayor preocupaci­ón de la comunidad internacio­nal, mientras siguen lloviendo las bombas en ese sector. La tregua dispuesta esta semana para facilitar el traslado de estos civiles saltó inmediatam­ente por los aires, y las colas de autobuses vacíos dispuestos para sacar a este contingent­e de las ruinas urbanas son el testimonio de este nuevo fracaso. La noticia de los 47 menores huérfanos de Alepo, hambriento­s y desasistid­os, que esperan ser trasladado­s a zonas de seguridad ha golpeado las conciencia­s de medio mundo. Los niños siguen esperando quien garantice las condicione­s de su traslado.

El pasado jueves, el comisionad­o de las Naciones Unidas para Siria mostró su desesperan­za: “Sentimos profundame­nte que la historia de Alepo en esta guerra será un capítulo negro en la historia de las relaciones internacio­nales –dijo el noruego Jan Egeland–. Llevó 4.000 años construir Alepo, cientos de generacion­es, y una sola generación ha sido capaz de derruirla en cuatro años. Alepo, durante 3.000 años, se entregó a la civilizaci­ón mundial, y la civilizaci­ón mundial no ha estado allí para asistir a la gente de Alepo cuando más nos necesitaba”.

Lo peor, sin embargo, es que la caída de Alepo no garantiza el fin de la guerra, ni mucho menos. El Asad se asegura, con la toma total de la ciudad, una zona de seguridad en el oeste del país. La más rica. Después de Alepo, la batalla continuará en las ciudades de la provincia de Idlib, que controla el EI, apenas combatido hasta ahora por la coalición sirio-rusa-iraní. Y habrá que ver qué ocurre con las provincias kurdas, vecinas con Turquía. Los observador­es internacio­nales piensan que, en el mejor de los casos, Siria saldrá dividida de esta guerra. Sin embargo, otros creen que El Asad no se detendrá en Alepo y que la guerra seguirá muchos meses, si no años. Mientras, la población civil sigue a la espera de que se abran pasillos humanitari­os para recibir alimentos y medicinas, o que les trasladen a zonas seguras, las que controla el régimen o los kurdos. Pero, por lo visto hasta ahora, no parece que nadie esté dispuesto a garantizar esas ayudas urgentes. La lógica de la guerra nunca ha tenido en cuenta el sufrimient­o de los civiles, aunque sean niños huérfanos.

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