UN PAÍS QUE SIGUE EN GUERRA
La UE es la única esperanza de futuro para una Bosnia-Herzegovina que sigue sin vivir en paz
Bosnia -Herzegovina no ha encontrado el encaje entre sus tres etnias tras dos décadas de paz.
El cielo de Sarajevo casi nunca es azul. Asentada en un profundo valle, la ciudad vive cubierta por la niebla y la contaminación, un filtro que tamiza los colores y difumina las montañas que la rodean. Así seguía, con un pie fuera del mundo, ensimismada en su triste historia, a finales de noviembre, cuando llegué para tomarle el pulso a un país fantasma abocado al fracaso.
Hace 21 años que terminó la guerra en Bosnia-Herzegovina, pero la paz todavía no ha llegado. Los serbios insisten en la segregación, los croatas piden más autonomía y los bosnios, es decir, los musulmanes, abogan por un Estado central fuerte.
Las tres comunidades viven separadas por fronteras invisibles pero, al mismo tiempo, muy claras. Los acuerdos de Dayton detuvieron la matanza a finales de 1995 a costa de una división étnica que continúa.
El resultado es una república que vive sobre el abismo de la disgregación, tutelada por la comunidad internacional, sin la capacidad política necesaria para encarar su futuro. Empobrecimiento, corrupción política, económica y judicial, parálisis institucional, desindustrialización y paro, pérdida de población, esperanza de vida en declive y desequilibrios de todo tipo marcan el día a día de un país en descomposición que ha puesto todas sus esperanzas en la OTAN y Unión Europea.
Bosnia-Herzegovina, uno de los estados más pobres de Europa, con una renta per cápita de 10.500 dólares –tres veces menor que la española–, una economía sumergida que representa hasta la mitad del PIB y un paro por encima del 25%, está a años luz de la UE. Aun así, a pesar de estas y otras muchas dificultades, el primer ministro Denis Zvizdic está convencido de que a finales del 2017 iniciarán el proceso de adhesión. “Necesitamos que la UE nos ayude”, imploró durante un encuentro en la sede del Consejo de Ministros, un edificio moderno, enorme y muy vacío, símbolo de la extrema debilidad del Gobierno central. “Las reformas serán mucho más fáciles si Bruselas nos abre la puerta –insistió–. No queremos que nuestros jóvenes sigan emigrando. Necesitamos que se queden. Nos lo merecemos.”
Dario Javanovic es uno de estos jóvenes. Tiene 29 años, dirige un proyecto para mejorar la calidad de la democracia, y si aún vive en Sarajevo es porque cree que “este país, en menos de un año, podría convertirse en una Suiza. Aquí hay gente muy preparada y tenemos recursos. Sólo con ponernos de acuerdo, saldríamos adelante. Pero, claro, esto es una quimera. El fraude político es enorme. Los más de 20.000 cargos directivos en las empresas públicas, por ejemplo, no se asignan siguiendo criterios profesionales, sino políticos, que es lo mismo que decir étnicos. El resultado es una gestión nefasta, pensada sólo para beneficiar a los partidos y mantener las divisiones tribales. La corrupción es enorme y la justicia no es imparcial. De todas las sentencias que se dictan sólo el 2% son sobre casos de corrupción y de estas sólo una de cada cinco conllevan una pena de cárcel que casi siempre será de un año o menos y no se cumplirá”.
Dario había iniciado la conversación con ganas de ser positivo pero ahora que estamos acabando de comer en un pequeño restaurante de la parte otomana ya no tiene a dónde agarrarse. “El programa de reformas que nos impone la Unión Europea no va a funcionar porque no podrá cambiar el sistema y crear un espacio común para serbios, bosnios y croatas. No hay nada que hacer salvo esperar a que la biología acabe con una o dos generaciones”.
Salimos a la calle. El ocaso, de un naranja pálido, reforzado por los estratos cargados de CO2, acentúa la sensación de que esta ciudad está atrapada en el tiempo. Casi rozando las nubes, la cúpula de una torre circular, la más fea y alta de la ciudad, brilla como suelen hacerlo algunas guaridas del poder. “Es la sede del diario Avaz –explica Dario–, buque insignia del principal grupo de comunicación de Bosnia. Su dueño es Fahrudin Radonjcic, presidente también del partido Unión por un Futuro Mejor. Es muy pro occidental, como casi todos los bosnios. También fue ministro de Seguridad. Esto no impidió que el pasado enero lo detuvieran por presuntos lazos con la mafia albanesa. Salió en libertad condicional a los pocos días, después de una masiva movilización popular dirigida por su periódico, que denunció una persecución política. No le pasará nada.”
“Es difícil que la justicia actúe”, reconoce Denis Dzidic, periodista de investigación al frente de la fundación Birn, dedicada a informar sobre los juicios por crímenes de guerra. “Le cuesta en los casos de corrupción porque depende de los políticos y le cuesta también en los procesos sobre las atrocidades de la guerra porque estos mismos políticos no tienen interés en revisar lo ocurrido”.
Más grave que la corrupción y más dominante todavía en los medios de comunicación es este ajuste de cuentas con lo sucedido entre 1992 y 1995, los 100.000 muertos, el asedio medieval de Sarajevo, el nacionalismo como vector de la violencia.
“No tenemos forma de pasar página –reconoce Dzidic– porque no hemos tenido un proceso de reconciliación, una comisión de la verdad. Tampoco tenemos una ley contra la tortura. No es posible recuperar los lugares de memoria. Cada comunidad ensalza a sus verdugos y desprecia a las víctimas de las otras comunidades. La guerra, en definitiva, no se enseña en las escuelas y todo está politizado, empezando por los muertos”.
Todavía hay 8.000 causas pendientes por crímenes de guerra. Un centenar se han cerrado en el tribunal de La Haya y unas 350 en el de Bosnia-Herzegovina. Cerca de 200 casos menos graves se han resuelto a niveles judiciales más bajos. Las causas más sencillas se demoran siete años, las más complicadas, quince. “Los procesos –como explica Dzidic– se trocean para reducir la dimensión del crimen. No se juzgan matanzas. Sólo asesinatos individuales. A los culpables sólo se les identifica con iniciales y en secreto se guarda el lugar del crimen y la unidad militar o policial del condenado. Así, sin verdaderos culpables, es imposible cerrar el pasado.”
Lo que mueve a serbios, croatas y musulmanes es una lógica defensiva, para preservar el territorio que ocupan, en lugar de ampliarlo a través de alianzas que permitan crear un espacio compartido. Esta estrategia nacionalista, propia de las minorías que se sienten amenazadas, requiere cierto nivel de violencia, y como explica Beti Colak, que dirige una pequeña iniciativa a favor de la reconciliación, “el odio está muy presente en los medios digitales, impulsado jóvenes que son víctimas del paro y la demagogia de los líderes políticos”.
El primer ministro Zvizdic, consciente de que está sentado sobre un castillo de naipes, apela al pragmatismo y a que todos los esfuerzos se centren ahora en la Unión Europea. “Serbios, bosnios y croatas estamos de acuerdo en que debemos entrar y esto lo es todo en un país donde las decisiones se toman por consenso”.
Los acuerdos de Dayton crearon el sistema de gobierno más complipor cado del mundo. Un estado dividido en dos entidades –una federación croatobosnia y una república serbia– con tres presidentes (uno por comunidad), diez cantones (cada uno con su presidente, su Parlamento y su Gobierno), y un Consejo de Ministros central, el que preside Zvizdic, con 167 ministros. Si a esta trama administrativa añades los ayuntamientos, el resultado es una administración inoperante, incapaz de apoyar una acción de gobierno coherente.
Bosnia, por lo tanto, se parece mucho a un protectorado, dirigido un alto representante internacional, Valentin Inzko, que esta semana ha declarado a la agencia Reuters que el riesgo de desintegración es más potente que la fuerza integradora que supone la adhesión a la UE.
El primer ministro Zvizdic no era tan pesimista cuando nos vimos hace tres semanas. Admitió todos los problemas pero insistió en que “la situación está cambiando y hemos demostrado que podemos cambiar”.
A la señora Filipovic le gustaría que así fuera pero perdió la inocencia durante los mil días que duró el asedio medieval de Sarajevo. La comunidad internacional era incapaz de acabar con los francotiradores y los bombardeos de la artillería serbia, de evitar las matanzas que sacudían la conciencia de Occidente. “La guerra nos cambió para siempre y nunca más volveremos a ser normales, ¿no crees?”
Nos reencontramos 21 años después, en el vestíbulo de un hotel, y ella recuerda muy bien las dos semanas, a finales de 1995, que pasé en su casa mientras enviaba crónicas para este diario. “Hacía mucho frío, no teníamos calefacción, sólo un poco de agua y luz al día. Cubríamos con plásticos las aperturas de las ventanas. Yo tenía miedo de salir a la calle y, aun así, un día me sacaste a cenar. Te dije que en Sarajevo no había restaurantes pero tú sabías de uno y caminamos por calles oscuras, rotas, por la ciudad deshumanizada, hasta que llegamos a una puerta como cualquier otra y llamamos y nos dijeron que bajáramos al sótano y allí había luz, gente, música y comida. No me lo podía creer. Pedí un filete. Pagaste tú. Debió costar una fortuna. Yo no tenía dinero y sentí vergüenza, y creo que desde entonces, yo y otros muchos bosnios, hemos vivido como víctimas avergonzadas en una Europa que no nos hace mucho caso, y puede que con razón porque nosotros no vamos a cambiar. Cuando alguien quiere matarte por ser simplemente tú, como hicieron los serbios con nosotros los musulmanes, sabes que nunca estarás a salvo porque nunca podrás dejar de ser lo que eres. Y así, a partir de esta vulnerabilidad, te vuelves un poco fantasma y un poco loco. ¿Cómo si no puedo explicar la añoranza que siento de aquella cena, de la solidaridad entre vecinos durante los años de la guerra?”
PRINCIPALES PROBLEMAS La corrupción, el paro y los crímenes de guerra no resueltos lastran el presente PROTECTORADO La comunidad internacional tutela un país casi imposible de gobernar