Debatir la independencia
Isabel Garcia Pagan
Si la gente de la calle puede hablar de la independencia, cómo no pueden hacerlo los parlamentarios”. La pregunta lanzada por Carme Forcadell a la magistrada del TSJC que le tomaba declaración por un presunto delito de desobediencia choca con las más de 400 denuncias y causas que transitan por el Tribunal Constitucional, el Supremo, la Audiencia Nacional, el TSJC... El dilema planteado por la presidenta del Parlament no es nuevo. Si el Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat y hasta el CIS, órgano del Estado, preguntan con dinero público sobre la independencia, la consulta no vinculante del 9-N no debería haber producido protesta alguna más allá del gasto económico generado. Sin embargo, la querella que llevará a juicio a Artur Mas no habla de malversación de fondos, sino de desobediencia.
Pero es que el objetivo de aquella votación no era el análisis electoral o demoscópico, sino lanzar un proceso político, al igual que el debate parlamentario que la Fiscalía sostiene que Forcadell debió evitar. El Gobierno del PP decidió en su momento gestionar la crisis con la Generalitat por la vía judicial, con la apelación al cumplimiento de las sentencias como discurso único. Hoy el Ejecutivo popular viaja en el tren de la operación diálogo, pero con el lastre de la acción judicial en marcha. Puede argumentar que los tribunales actúan de manera independiente, pero no lo han hecho de oficio. Hasta se puede echar mano de sentencias del Constitucional para defender la actuación de Forcadell y la inviolabilidad del debate parlamentario.
Con algo de interés se encuentran fundamentos jurídicos como este: “Con independencia de que una iniciativa prospere ante el pleno (…) su solo debate cumple la muy importante función de permitir a los ciudadanos representados tener conocimiento de lo que sus representantes piensan sobre una determinada materia, así como sobre la oportunidad o no de su regulación legal, y extraer sus propias conclusiones acerca de cómo asumen o se separan de lo manifestado en sus respectivos programas electorales”. Se trata, ni más ni menos, de preservar el derecho de iniciativa de los parlamentarios y el de los ciudadanos a verse representados.
Para cerrar una semana de reactivada movilización independentista ante la justicia, Mariano Rajoy sostiene que “el diálogo tiene sentido siempre”. El problema es que el presidente ha impuesto su visión particular del tiempo y la forma. El diálogo llega con cinco años de retraso y deja de tener sentido si se limita a cuestiones sobre las que no hay discusión. Hay, pues, diálogo, diálogo de sordos y diálogo de besugos. Si el servicio de Rodalies de Catalunya es deficiente, su puesta al día no es cuestión de diálogo sino de diligencia de la Administración responsable de la inversión. De momento, los problemas de masificación en las líneas del área metropolitana se resuelven con trenes andaluces infrautilizados, porque no se ha oído a Susana Díaz poner el grito en el cielo en defensa de la igualdad de los españoles. En manos del Gobierno está que el fin del trayecto sea político y no judicial.
Rajoy dice que el diálogo “tiene sentido siempre”, pero llega cinco años tarde y con limitaciones de forma