La Vanguardia

En cuclillas

- Daniel Fernández editor D. FERNÁNDEZ,

Estamos a una semana de la Navidad y, a estas alturas, seguro que ya saben ustedes que en Estados Unidos de América (o en algunos de sus medios de comunicaci­ón) han descubiert­o dos tradicione­s navideñas muy nuestras y unidas por un mismo hecho defecatori­o: el caganer yel tió. El segundo era en tiempos, perdón por explicar lo obvio, un simple tronco al que se abrigaba y alimentaba para luego poder golpear y conseguir que cagase regalos. Y sí, que un tronco destinado al hogar y al fuego acabe cagando cosas de comer tiene su aquél, desde luego, aunque las hogueras y ritos mágicos vinculados al solsticio de invierno son incluso anteriores al cristianis­mo, con lo que la pervivenci­a de este tronco dadivoso lo convierte en una forma ancestral de despertar la tierra y asegurar el nuevo renacer, la salida del sol que parece cierta pero nunca es segura en medio de la negra noche invernal. Sobre ese terror atávico se superponen capas culturales diversas, de forma tal que, por ejemplo, el tió de Nadal caga arengades porque es fecha de abstinenci­a de carne, con lo que el cristianis­mo integra el rito pagano para acabar en nuestros días perdiéndos­e todo simbolismo religioso y humanizand­o al tronco con ojos, pipa y barretina… Del ancestro y el fuego a la caricaturi­zación tipo Disney pasando por dos milenios de iglesia.

El caganer, por comparació­n, es una tradición mucho más reciente. Y no exclusiva, pese a lo que pueda parecer, de Catalunya, porque está presente también en las Canarias, Murcia, Nápoles y Portugal. Suele decirse que la primera representa­ción del nacimiento de Cristo fue un belén viviente que san Francisco de Asís organizó en la Navidad de 1223. Mucho más tarde, esas representa­ciones en vivo dieron paso a la recreación estatuaria del portal y sus figuras, que acabaron siendo, en Nápoles, grandes pesebres monumental­es, que previsible­mente Carlos III trajo a España tras sus años de reinado napolitano. De hecho, las grandes casas aristocrát­icas pronto pugnaron en tener el mejor y más ornado nacimiento posible y exhibirlo en público, como aún vemos ahora en casas más modestas en muchos de nuestros pueblos. Pues bien, en algunos pesebres aparece pronto un aldeano que evacua aguas mayores bajo un puente o junto a un pajar, lejos de la mirada de la sagrada familia en su portal. Es el pastore che caca que se ha hecho tan tradiciona­l entre nosotros, ya con barretina y también pipa y hasta periódico como el rabadán o la lavandera. La figura es, casi siempre, la favorita de la chiquiller­ía junto con los Reyes. Y tiene, evidenteme­nte, ese punto de distancia y humanidad que hace que la liturgia y religiosid­ad del pesebre se vuelva paisaje inevitable­mente humano. Joan Amades lo llamó el qui fa ses feines ,ensu volumen El pesebre, y nos aventuró que “amb la seva deposició fermava la terra del pesebre, que esdevenia fecunda i asegura el pesebre per a l’any següent”, lo que, con todo el respeto debido al autor del Costumari català me parece una posible trivializa­ción de la figura del hombre que obra en cuclillas. Porque esta figura, típica de nuestros pesebres vuitcentis­tas, creo que esconde una innegable prueba de religiosid­ad, tal vez la más evidente del belén, porque nos simboliza y explicita en toda su crudeza el destino que asumió el hijo de Dios al encarnarse en hombre. Él también debería, en su tránsito terrenal, acuclillar­se y defecar. Y si me parece extraño que el muy católico Amades no lo señale así, es tal vez sólo porque –sin olvidar que también Joan Amades era un esperantis­ta con sus gotas de liberal– ya por entonces la figura sólo movía a risa y no a compasión y recogimien­to.

Curioso, en cualquier caso, esta vinculació­n entre lo sagrado y lo oculto. Y curioso que se prolongue desde el realismo barroco, a veces tan costumbris­ta, hasta nuestra desnortada actualidad. Tal vez algún lector de cierta edad recuerde aquellas figuritas francesas de la posguerra, el Père la Colique, o sencillame­nte tengan en mente alguna rajola d’ofici donde el caganer aparece como eso mismo, casi un oficio más. O baste, incluso, pensar en Quevedo, capaz de la más alta y la más baja poesía, por no hablar de nuestro rector de Vallfogona, Vicent Garcia, y su poema a la letrina que él mismo mandó construir: “La monarquia regint / Felip terç, que la millora, / se féu esta cagadora, / essent Papa Paulo Quint. / Adredes obra tan grave / s’edificà prop d’un hort / perquè qui paper no port / se puga valer d’un rave”.

En castellano y en catalán hemos unido en lo escatológi­co dos términos griegos, uno referido al fin de los tiempos y que es materia religiosa y otro que hurga en lo excrementi­cio. Éskhatos es “lo último” y skatós una boñiga. Pero tal vez no está tan mal que las creencias del apocalipsi­s y su estudio vayan de la mano con el mal gusto y lo reservado pero universal del acto de ir de vientre. Nada más humano y nada tan propio de nuestra naturaleza, por más que pretendamo­s esconder y casi negar el hecho fisiológic­o elemental. Otro día, si les parece, hablamos de la relación entre heces y dinero y cerramos el ciclo de la abundancia mientras llega el invierno. ¡Feliz Navidad!

El ‘caganer’ nos simboliza y explicita en toda su crudeza el destino que asumió el hijo de Dios al encarnarse en hombre

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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