De la solidaridad y la bondad
La historia de Nadia, su enfermedad y de cómo presuntamente sus padres la han utilizado para conseguir dinero de la solidaridad ante su drama, será una de las peores de este año que está a punto de terminar. No por su gravedad: incuestionablemente la guerra en Siria y el drama de los refugiados tiene peores y más dramáticas consecuencias para miles y miles de personas y, de rebote, para todos nosotros. La historia de Nadia y sus padres es terrible porque mata en nosotros un elemento indispensable para construir una sociedad justa y honesta: la bondad y el compromiso.
Me rompe el corazón leer que, a raíz del descubrimiento y la investigación del fraude presuntamente cometido por estos padres pidiendo dinero para fabulosos tratamientos que, en realidad, no existían, han caído en picado las donaciones para la investigación. La irritación al haber sido engañados, la indignación y el escándalo ante un comportamiento inmoral no nos pueden hacer peores personas. Si nosotros, asqueados, decidimos pensar que tras cada lágrima de un padre o una madre desesperados, tras cada campaña solidaria que nos sale al paso puede haber un engaño, habremos caído en la trampa de los estafadores.
Tengo dos amigas. Una pediatra minuciosa detectó una sombra extraña en el ojo de la hija de un año de una de ellas. En el hospital confirmaron que era un cáncer, con elevado riesgo de muerte. A punto estuvo de tener que emprender viaje a Suiza o Estados Unidos, únicos sitios donde poder hacer la revolucionaria operación que podía salvarle la vida a la pequeña. Por suerte, pudo operarse en el hospital Sant Joan de Déu. Y se salvó.
Mi otra amiga no tuvo tanta suerte. Su hijo, operado primero también de un tumor cuando era poco más que un bebé, en este caso en el cerebro, vio cómo se reproducía de nuevo, pocos años después. Esta segunda operación sólo se podía hacer en Estados Unidos. Y eso suponía una cantidad de dinero tan fuera del alcance de nuestra economía que nos heló el corazón de desesperación. Pero el dinero apareció. Y la operación se hizo y, meses después, ese niño estaba en mi casa comiendo cruasanes de chocolate a dos manos.
El dinero apareció en las manos de todos los que nos pusimos al lado de la familia. De la solidaridad de compañeros que regalan horas para que los padres puedan faltar al trabajo. De los que rebañan huchas contando el dinero para poder ayudar. De la empatía y del compromiso de comprender que, si nos pasara a nosotros, querríamos sentirnos igual de acompañados. La solidaridad no es una limosna. Ojalá el dinero público sirviera para todos los casos desesperados. Pero la realidad es que hay muchos niños y niñas que no pueden esperar a que el mundo cambie.
Viene la Navidad. Y con ella, campañas como La Marató de TV3, el turrón solidario de RAC1 y Torrons Vicens, el Cap Nen Sense Joguina que cumple 50 años en Radio Barcelona… Y muchas más que apelan a nuestra solidaridad, a nuestro compromiso. Miren sus webs y su publicidad: en ellas se especifica cómo, cuándo y dónde irá a parar nuestro dinero. Hagámosles caso. No porque sea Navidad, sino porque no nos podemos permitir cambiar a peor.
La solidaridad no es una limosna; ojalá el dinero público sirviera para todos los casos desesperados