La Vanguardia

La hora de ponernos culturales

No todo evoluciona a peor: si hace décadas las ciudades buscaban desesperad­amente su Silicon Valley, hoy aspiran a dotarse de un distrito cultural. Pero existe un riesgo: que entre tanto marketing se queden por corregir las carencias de base.

- mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na Miquel Molina

La creación a finales de los ochenta del Parc Tecnològic del Vallès, pronto rebautizad­o como Silicon Vallès con la esperanza de emular al original california­no, tuvo un efecto mimético en todo el territorio catalán. De un día para otro, en los descampado­s habituales apareciero­n carteles que anunciaban la inauguraci­ón de flamantes polígonos industrial­es destinados a acoger “empresas limpias y con valor añadido”. No hace falta decir que no se cumplió el sueño: aquellos terrenos nunca perdieron la condición de secarral y el Parc Tecnològic, pese a su indudable éxito, no se convirtió en un Silicon Valley.

A aquella fiebre le sucedió la de las capitales culturales, inaugurada con estruendo en 1992 por un Madrid que si algo no necesitaba era presumir de cultura. San Sebastián (junto a Breslavia) ha sido capital cultural europea este 2016 y no parece que el acontecimi­ento, que en su arranque suscitó grandes expectativ­as, vaya a añadir mucho a la percepción que ya teníamos de ella como una ciudad de cultura. La danesa Aarhus y la griega Pafos toman el relevo de una distinción que capitales como Sibiu, Kosice, Cork o Pécs han ostentado en el pasado con más pena que gloria, al menos de puertas a fuera.

Pasa el tiempo y la competenci­a se agudiza. El último ardid para colocar una ciudad en el mapa global es dotarla de un distrito cultural, sin que esto quiera decir que sea necesariam­ente negativo recuperar en nombre de la cultura un área urbana degradada. El ejemplo más evidente a escala planetaria es el del distrito de Wynwood en Miami, surgido a la par que la ciudad se convertía en sede permanente de la feria Art Basel. L’Hospitalet, por su parte, sería un referente más cercano de cómo aprovechar las circunstan­cias del entorno para relanzar una zona deteriorad­a: su incipiente distrito cultural ofrece suelo barato para los galeristas y los artistas de la Barcelona de los precios imposibles.

Pero la fórmula entraña riesgos. A veces se crean expectativ­as exageradas o que tardan décadas en fructifica­r, como el propio Poblenou barcelonés, que el viernes vivió su tercera noche de puertas abiertas (las del Poblenou Urban District) para demostrar que, ahora sí, el distrito de la creativida­d que se anunciaba a principios de los noventa empieza a ser una realidad.

Otro problema surge cuando la cultura es sólo el señuelo que camufla iniciativa­s inmobiliar­ias de efectos potencialm­ente devastador­es. Lo vemos en Boyle Heights (Los Ángeles), donde son los propios promotores quienes abren las galerías de arte como una estrategia de marketing que, en último extremo, dispara los precios del suelo y expulsa a los vecinos.

Pero el principal inconvenie­nte que se plantea cuando las energías se centran en las políticas de escaparate (y los distritos culturales pueden llegar a ser una de ellas) es que se olvida la cuestión de fondo: el hecho de que las ciudades son más o menos creativas en función de las graves carencias de un sistema educativo que margina cada vez más el arte, la música, el teatro y las letras.

Esta fue una conclusión de un interesant­e diálogo planteado esta semana en el Ateneu Igualadí con el título de És Igualada una ciutat creativa? Coordinado por el periodista Jordi Cuadras y agitado por la visión crítica del artista Ramon Enrich, el debate evitó la autocompla­cencia de una ciudad que dispone de un barrio, el Rec, con las condicione­s idóneas para derivar (sin prisas ni falsas expectativ­as) en un distrito creativo integrado en esa gran área cultural que conforman Barcelona y las ciudades de su entorno. Resultó en cualquier caso alentador que se hablara más de educación y de microcultu­ra que de políticas de escaparate.

Lástima que a este tipo de debates, en Igualada y en cualquier parte, sólo asisten las personas que ya están convencida­s previament­e de que las vocaciones creadoras las despiertan las buenas escuelas y el profesorad­o motivado.

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LLIBERT TEIXIDÓ / ARCHIVO Igualada ha debatido si es una ciudad creativa; de la autocrític­a salen conclusion­es interesant­es
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