La patraña de la justicia tecnológica
La FIFA, inquietante organización que rara vez se ha distinguido por su honradez, pretende acudir a la tecnología para administrar una falsa justicia que tiene como misión favorecer el negocio, alejar cada vez más al fútbol de su escenario natural –el estadio, los jugadores, los árbitros y los aficionados– y entregarlo a intereses que siempre están detrás de todas las directrices de los mandarines del fútbol.
Como es habitual, el anzuelo se envuelve en vistosos celofanes. Se compara al fútbol con deportes que han abrazado la tecnología –en sí mismo un gran negocio– y se proclama sibilinamente la idea de una justicia infalible y aséptica. Todo eso con la sospechosa garantía moral de la FIFA. Al fútbol no le viene mal la máxima objetividad en el mínimo de situaciones posibles. Por ejemplo, cuando se discute si el balón traspasa o no la raya de gol y cuando el árbitro expulsa al jugador con el dorsal equivocado. En estos dos capítulos, la tecnología ayuda rápidamente, aunque tampoco conviene caer en la ingenuidad. Si algo sabemos de los nuevos prodigios tecnológicos es su manipulable condición frente a la piratería y los intereses que la rodean.
Es cierto que el fútbol es un juego sencillo y primitivo. Ahí radica su magia, y no le va nada mal, de lo contrario no se explicaría su sideral ventaja sobre sus principales adversarios globales, los grandes deportes norteamericanos, a los que está obligado a parecerse en opinión de la FIFA. Por fortuna, el fútbol todavía es refractario a un modelo que privilegia los constantes cortes publicitarios, las secuencias cortas de juego y un fragmentado ritmo que ahora también incluye los challengers de justicia tecnológica.
El fútbol tiene un relato fluido, donde todo es importante, desde el pase que comienza a construir una jugada hasta el remate de gol, porque el juego es una armoniosa cadena de acciones. Considerar que una es más trascendente que otra es el primer error de los apóstoles de la tecnología. Nada hay más injusto que privilegiar la aparente justicia en determinadas situaciones y negarla en otras. En este sentido es más honorable la justicia que imparte un hombre que corre, suda y sufre junto a los jugadores que la discriminatoria actuación de unos jueces que, en sus despachos y frente a los monitores, remiten el fútbol a un reality show.
La pretensión de la FIFA camina en la misma dirección que todas sus grandes decisiones en los últimos 30 años. No es otra que apartar al fútbol de su naturaleza y transformarlo en un juguete de los sus poderosos gobernantes, donde los aficionados pasan a la condición de simples consumidores. Este objetivo ya está casi logrado. El fútbol ha pasado del campo al despacho de abogados suizos, jeques árabes, oligarcas rusos, ricachones chinos y banqueros estadounidenses.
No hay mayor metáfora de este turbio afán que el esperpento del Mundial de Clubs, donde el fútbol atravesó por dos episodios vergonzosos, protagonizados por unos árbitros que no sabían si obedecer a su instinto o a las exigencias de sus jefes. El
La FIFA pretende acudir a la tecnología para administrar una falsa justicia
resultado fue desastroso. Los partidos derivaron en comedias bufas, en medio de la indignación de los jugadores, relegados en el campo a una posición de figurantes. Son los reyes de la fiesta, pero no pintan nada.
Las oscuras imágenes de unos jueces anónimos, encerrados en una habitación, de frente a los monitores, sin revelar sus rostros, ayudaban al esperpento, pero sobre todo anticipaban el futuro que le espera a este fútbol secuestrado por los tecnócratas, dispuestos a dar un paso más en la desnaturalización de este sencillo y maravilloso juego.