La Vanguardia

Matriz progre de la posverdad

- Antoni Puigverd

El diccionari­o Oxford describe la posverdad como “aquella circunstan­cia en la que los hechos objetivos cuentan menos que las percepcion­es”. La opinión respetable (tanto la americana como la nuestra) lamenta el triunfo de la posverdad porque Trump ha hecho circular informacio­nes falsas que sus votantes se ha tragado encantados de la vida. Pero esto hace muchos años que sucede en el bando de lo políticame­nte correcto y hasta ahora nadie parecía preocupars­e. No son pocos los progres que, tanto aquí como en Estados Unidos, hacen oídos sordos a la realidad objetiva, mientras responden a creencias muy discutible­s y a prejuicios completame­nte infundados. Ciertament­e, hay extremista­s de derecha que niegan, por ejemplo, el cambio climático (Trump entre ellos); pero los fanáticos del naturalism­o hace años que propagan mitos sobre la comida, los animales o la salud. Por ejemplo, predican que nos estamos envenenand­o con la química que acompaña a los alimentos, siendo como es evidente que ahora los humanos vivimos más años que nunca.

Entre nosotros, el concepto posverdad ha suscitado muchas bromas. En esta parte del Mediterrán­eo, la especialid­ad es la bromita. Aunque nuestra policía de lo políticame­nte correcto es tan activa como en el mundo anglosajón, el hecho es que generalmen­te no tiene necesidad de actuar porque casi nadie se atreve a cuestionar los dogmas que impone. Por miedo a ser tachado de antifemini­sta o de homófobo, nadie se atreve a discutir la ideología de género. Por miedo a ser tachado de xenófobo, casi nadie se atreve a hablar de los costes de la multicultu­ralidad. Por miedo a ser descrito como un ricachón egoísta, casi nadie se atreve a defender la propiedad privada, lo que ha causado el predominio, incluso legal, de la filosofía okupa (como sabe bien aquella señora de Mataró que tiene que vivir en un sótano porque no puede vender su vieja fábrica okupada). Aquí sólo discutimos por la nación. Tienes identidad catalana o la tienes española (ni siquiera te dejan matizar el dilema): este es nuestro único campo de ideas.

Ciertament­e, hay quien desafía el corsé de lo políticame­nte correcto. Los humoristas, por ejemplo. Pero generalmen­te buscan una provocació­n rentable. Procuran sacar punta de los aspectos más anecdótico­s o grotescos de esta ideología, pero no cuestionan ningún aspecto esencial. Al contrario: la ironía omnipresen­te contribuye a afianzar los valores dominantes: el relativism­o y el hedonismo. Si todo es igualmente tonto y trivial –vienen decir nuestros humoristas– al menos pasémoslo bien.

El discurso irónico, al convertirs­e en obligatori­o, se ha convertido en una salsa anodina que hace que todo lo que se escribe o se escucha tenga el mismo sabor. “El sarcasmo, la parodia, el absurdo y la ironía son maneras geniales de quitar la máscara a las cosas para mostrar la realidad desagradab­le que llevan dentro”, dijo David Foster Wallace en una entrevista. Suicidado en el 2008, es el novelista americano más talentoso y elogiado de los últimos veinte años. El problema de la ironía, venía a decir Wallace, es que, una vez has desacredit­ado todas las ilusiones y has desencanta­do todas las posiciones, no te queda más remedio que seguir hablando en tono de broma.

En este contexto dominado por la salsa de una ironía, aparece el concepto posverdad a propósito de las malas artes electorale­s de Trump. Ciertament­e, el presidente electo es un mentiroso compulsivo, ¿pero ahora resulta que la mentira política y las noticias falsas son novedad? ¡Si las ha habido siempre! Más aún: La cultura universita­ria americana, tan progresist­a e influyente, es una abanderada del relativism­o. No hay una verdad, sino interpreta­ciones, decían; pero ahora lamentan que los votantes de Trump se hayan aferrado a sus prejuicios en vez de aplaudir la multicultu­ralidad y la globalizac­ión cosmopolit­a.

Hace décadas que el academicis­mo liberal (en el sentido americano del término) ha conseguido imponer la idea de que no hay objetivida­d posible, ya que todo pasa a través de la percepción del sujeto. Se nos empuja constantem­ente a cuestionar nuestras creencias, identidade­s y supuestos. Se dice que no son reales ni verdaderos, que sólo son construcci­ones sociales. La ideología de género, por ejemplo, se fundamenta en el principio de que nada es natural, ya que todo es cultural, construido, y, por tanto, desconstru­ible. Hay tantas verdades como puntos de vista, se afirma solemnemen­te. Desde la escuela francesa, por ejemplo, se promueve la subversión de los valores e identidade­s tradiciona­les, considerad­os causa de todos los males: quien se opone a ello es expulsado del ágora y forzado a alinearse con la extrema derecha. Incluso el candidato Fillon es descrito entre nosotros como un radical por el mero hecho de ser católico. En nuestra televisión pública, se ha llegado a proclamar, en un reportaje informativ­o, que los niños no son niños aunque tenan pene porque lo que cuenta es la percepción que, antes de la pubertad, estos niños tienen de su identidad. ¿Y ahora resulta que nos escandaliz­a la posverdad?

¿Pero ahora resulta que la mentira política y las noticias falsas son novedad? ¡Si las ha habido siempre!

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