Un largo reinado
Este año se han cumplido doscientos cuarenta años de la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith (1776), para algunos, sin razón, el fundador de la disciplina de la economía; para todos, como uno de sus cultivadores más influyentes. Es sabido que Adam Smith no fue un innovador, porque su esquema de la economía lo heredó de otros y no le añadió elementos nuevos; que no contribuyó al desarrollo de lo que se llamó análisis económico, y hoy teoría económica. Fue un gran observador, capaz de documentar minuciosamente sus intuiciones; recogió elementos que estaban en el aire de su tiempo, los ordenó, y, en una prosa tan elegante como inteligible, los puso al alcance de todas las personas cultas de su época. No perteneció a la corriente principal del pensamiento económico posterior: él mismo fue esa corriente. Sobre todo fue el canal a través del que las ideas de los ilustrados anglosajones sobre la naturaleza humana penetraron el pensamiento económico posterior y le sirvieron de base, así como La riqueza de las naciones sirvió de referencia obligada a todos los clásicos, amigos y adversarios. Lo que ahora importa es que nos demos cuenta de que, mientras los modelos económicos se han refinado, muchas de esas mismas ideas siguen guiando todavía hoy el diseño de los procesos e instituciones de nuestras economías.
Adam Smith no ofrece del género humano una visión particularmente risueña: los propietarios son negligentes, los empresarios se combinan para aprovecharse cuanto pueden de sus trabajadores y de sus clientes, los comerciantes son perezosos y los trabajadores pobres. Enseñar no es asunto de vocación, sino de necesidad, y el maestro se esforzará más cuanto más sea la enseñanza su única fuente de ingresos.
En cuanto a los ejecutivos... “como manejan el dinero de los demás, no el propio, no puede esperarse que lo cuiden con la misma ansiosa vigilancia con que unos socios gestionarían el suyo”. El hombre es capaz de virtud, sí; pero la experiencia enseña que no hay que contar que la ejerza muy a menudo.
Adam Smith diseña su mercado sobre ese concepto estoico del género humano; basa la conducta económica en los impulsos inferiores del ser humano, los que le parecen más sólidos: el interés egoísta, la codicia, el miedo y, sobre todo, la desconfianza. Uno no debe confiar en los demás, sino que ha de apoyarse en buenos contratos, buenas leyes y sólidas instituciones encargadas de que se cumplan. Sólo en este robusto edificio podrá la mano invisible conciliar los deseos de todos los participantes del mejor modo posible. No se trata, en resumen, de especular sobre el ser humano en su totalidad, sino de construir un marco de acción que le exija el mínimo esfuerzo moral. Cuestión no de filosofía, sino de prudencia, de pragmatismo.
Dos siglos y medio han añadido poca cosa a ese sustrato de ideas que informan nuestras instituciones económicas y, si miramos el camino recorrido desde 1776, nos parecerá casi milagroso que una construcción tan pedestre haya servido de marco a un crecimiento material sin precedentes en la historia conocida. El reinado de Adam Smith ha sido mucho más largo y provechoso que otros.
Pero hemos de admitir que ese reinado ha tocado a su fin. El marco de acción que construyó Adam Smith vale para los buenos tiempos, pero no puede abarcar los problemas de hoy. Así, por ejemplo, observamos cómo las reglas de juego de la eurozona han agravado la crisis iniciada en el 2007, porque buenos contratos y sólidas instituciones han producido sufrimientos probablemente innecesarios a mucha gente; hemos visto cómo la desconfianza, al imponer conductas contraproducentes, ha prolongado la crisis y la ha hecho más profunda de lo que hubiera podido ser. Dicho de otro modo, para abordar los problemas de hoy –económicos, políticos, humanitarios– los impulsos más elementales no bastan: el hombre ha de poner a su servicio otras capacidades, otras energías, en definitiva, por usar un término caído en desuso, otras virtudes. La confianza y la magnanimidad son necesarias, no para sustituir las llamadas leyes de la economía, sino para disfrutar de una economía que funcione mejor. Lo mismo ocurre con la sociedad.
No hay que ir a buscar esas virtudes a ninguna parte, porque todos tenemos nuestra parte virtuosa, pero la falta de ejercicio la ha adormecido; como además vivimos cada día más volcados hacia el exterior, es del exterior que esperamos los estímulos que despierten el alma dormida de que hablaba Jorge Manrique y nos aviven el seso. De ahí la importancia de crear un entorno propicio que vaya sustituyendo al que hoy nos rodea, una tarea a la que todos podemos contribuir practicando, reconociendo y alabando las conductas virtuosas. Celebremos así el final del reinado de Smith y ompletemos su hombre litario con cualidades hagan más parecido ea .
Completemos el hombre utilitario de Adam Smith con cualidades que le hagan más parecido al hombre real