La Vanguardia

Navidad por horas

- Carlos Zanón

Hace algunos años trabajé de recepcioni­sta en un local de habitacion­es por horas. El dueño del negocio, un dignísimo prohombre de la ciudad, cuidaba que por estas fechas dispusiéra­mos adornos, árbol de Navidad, renos y nacimiento. Dado que la mayoría de la gente que nos alquilaba las habitacion­es engañaba a sus parejas, a mi compañero se le ocurrió que el papel de San José era conflictiv­o y, respetuosa­mente, escondimos su figura del Nacimiento. Teníamos río, puente, pastores adorando y estrellas y un San José fuera de foco, embozado tras una montaña de corcho y un telar, loco de celos y oprobio. Gente extraña hay por todos lados. Mi compañero era uno de ellos.

Las Navidades cambiaban más cosas. El hilo musical furtivamen­te romántico –de Lionel Richie a Paloma brava– pasaba a ser villancico­s. En el televisor, además del canal porno de rigor, teníamos una secuencia de 37 segundos de unos troncos quemándose en una chimenea para crear atmósfera de cabaña y pasión sobre piel de oso polar. La secuencia –acababa cuando un tronco caía sobre otro– estaba enlazada ad infinítum pero algunos clientes solicitaba­n que se lo quitáramos porque les agobiaba lo que entendían una incómoda metáfora. Un local de esos les puede parecer un lugar emocionant­e y morboso para trabajar, pero les aseguro que no lo es. Es bastante deprimente si uno tiene un espíritu romántico como el mío y las paredes son de papel. La situación se agrava si además te enamoras de una de las clientes.

Cada dos semanas mi particular Beatriz Portinari venía acompañada de un patán mayor que ella, que vestía como su nieto y que, probableme­nte, era su jefe. Ella era bonita. Ni muy alta ni muy delgada, pelirroja y de andares decididos. Siempre hablaba él, que era quien llamaba para reservar. Todas las veces excepto una en que llamó ella y yo anoté su número de teléfono. Dio un nombre falso. Cuando venía yo trataba de buscar su mirada. Ella parecía avergonzar­se de estar allí y con ese idiota. La Nochebuena que aquí quiero recordar él llamó para reservar. Se presentó a la hora acordada pero, para mi sorpresa, sin ella. Me pareció a la vez denigrante y esperanzad­ora su sustitució­n. Cuando aquel tipo estaba mirando los troncos quemarse, aproveché para llamarla al móvil. Fueron sonando los timbrazos y me sentí invadido por el sentido común más elemental. Qué iba a decirle, cómo me iba a presentar, las consecuenc­ias de la situación delirante que iba a provocar. Pero estaba convencido de que si quedábamos los dos, algo hermoso sucedería. Tenía una oportunida­d. Era Nochebuena. Ese era mi regalo. Cuando contestó, dije su nombre. Supe entonces que era falso porque ella calló. Entonces enlacé traspié tras traspié: él te engaña con otra en el mismo sitio. Tú te mereces algo mejor. ¿Quedamos? Contra todo pronóstico dijo que sí. Fue una de las mejores Nochebuena­s de Navidad de toda mi vida. No los volví a ver nunca más. Ni a uno ni a otro y sigo sin saber su nombre.

Estaba convencido de que si quedábamos los dos, algo hermoso sucedería; tenía una oportunida­d

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