Refugiarse en Babilonia
Durante el s. VII a.C. el imperio Babilonio dominaba la geopolítica de Medio Oriente: la expansión de Nabucodonosor II hacia el sur hizo que los reinos de Israel y de Judá se vieran envueltos en tramas políticas que conllevarían su invasión y la destrucción de Jerusalén y su templo. Los profetas bíblicos serían los intérpretes del sentido teológico de estos hechos históricos dolorosos.
Uno de ellos fue Ezequiel, que vivió el exilio en Babilonia durante 22 años, del
593 al 571 a.C. Su popularidad convirtió su casa de exilio (en el actual Irak) en un lugar frecuentado por los exiliados que buscaban sus enseñanzas.
Ezequiel les hablaba sobre cómo Jerusalén merecía ser destruida a causa de la infidelidad del pueblo judío en su relación particular con Dios. Predice, con todo, que Jerusalén y su templo serían restaurados y que los desterrados regresarían. Pero primero hacía falta la purificación. Así, en medio del desconsuelo, predicó la esperanza de un futuro tiempo mesiánico. La experiencia del exilio resultaría una de las más duras de la historia de los israelitas, pero les re-
cordaría cómo su historia, guiada por Dios, estaba ya llena de exilios: los de los patriarcas, el de José y sus hermanos, el de David perseguido por Saúl… todos acontecimientos duros que resultaron en bendiciones.
El exilio, una experiencia nada ajena a nuestro tiempo, representa una mezcla de tristeza, purificación y esperanza, en el que la tierra de origen se convierte en un ideal que se lleva dentro. En la Biblia se trata de una experiencia casi pedagógica, en la que los creyentes son llamados a recordar que todo lo que son y lo que tienen, incluida la tierra de la promesa, son un don que hay que merecer y conservar.