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El atentado cometido con un camión en un mercadillo navideño de Berlín, y la laxitud del Ejecutivo para cumplir con la ley de dependencia.
UNA vez acabada la Segunda Guerra Mundial, al iniciarse la reconstrucción de una Alemania arrasada, se decidió preservar en Berlín las ruinas de la iglesia del Káiser Guillermo. Se pretendía así recordar a las futuras generaciones los horrores derivados del fanatismo y la guerra. Esa misma ruina fue, el lunes por la tarde, mudo testigo de un ataque terrorista devastador. Un camión lanzado a notable velocidad arremetió contra los puestos del mercadillo navideño de Breitscheidplatz y sus visitantes. Cuando el camión se detuvo, el número de muertos rozaba la docena y el de heridos, la cincuentena. La iluminación del mercadillo se apagó y se impuso la oscuridad, rasgada sólo por los gritos de los heridos que pedían auxilio. Fue una escena dantesca.
Fue, también, un nuevo episodio del terror yihadista que padece Europa. Dada la metodología del atentado berlinés –un camión que arrolla a la multitud–, puede establecerse un paralelismo con el atentado perpetrado en Niza el 14 de julio, donde murieron más de ochenta personas. En ambas ocasiones, la calle bullía con una muchedumbre que participaba en un festejo popular. En Niza, la fiesta nacional francesa. En Berlín, uno de los tradicionales mercados que en Navidades salpican sus plazas. Pero, por desgracia, ha habido otros atentados en tiempos recientes.
Desde que el Estado Islámico empezó a perder terreno en los frentes de Irak y Siria, sus dirigentes han animado a atentar en suelo europeo. El perjuicio que causan estas acciones va, claro está, más allá del balance de víctimas. Daña la sensación de seguridad de los europeos, sabedores de que con medios rudimentarios, con estrategias de difícil detección, se pueden causar grandes estragos. Es un hecho innegable: aunque de modo esporádico e imprevisible, los fanáticos yihadistas han trasladado su frente de lucha hasta el Viejo Continente.
Un efecto político inmediato de estos ataques en los países europeos es la puesta en cuestión de sus políticas migratorias. Angela Merkel, que ha alentado la concesión de asilo a cerca de un millón de refugiados, ya ha tenido que oír voces de sus socios de la CDU urgiéndole a revisar sus criterios. Y el partido antiinmigración AfD la ha acusado de ser responsable de los ataques.
Conviene mantener la cabeza fría. Lo más perentorio, tras el ataque del lunes, es asegurarse de que no se repetirá con facilidad. O, al menos, minimizar los efectos de posibles réplicas. Porque el riesgo cero no existe. Y porque no puede asegurarse que no habría más atentados si los refugiados fueran devueltos a sus países de origen: el Estado Islámico puede inocular su veneno en algún refugiado reciente, pero también a ciudadanos nacidos en Alemania o en otros países europeos.
No queda más remedio que extremar las medidas de seguridad. Es decir, aumentar la seguridad de los puntos sensibles; estrechar el control sobre los combatientes yihadistas en Oriente Medio que regresan a Alemania; coordinar los distintos servicios de seguridad e información occidentales; y, también, los internos de cada país europeo, todavía celosos de su autonomía.
Muchos populistas querrían ver una Alemania sin inmigrantes. Pero para eso habría que volver muchos años atrás. Difícil empresa, sin duda. Acaso más que mantener los valores de apertura e integración propios de la cultura europea y, al tiempo, tratar de sortear los riesgos del terror. He aquí un desafío del siglo XXI, que requerirá inteligencia política, valor y coordinación.