La Vanguardia

Aznar y la elocuencia política de un gesto

- José Antonio Zarzalejos

El último acto en el que José María Aznar asistió a la ejecutiva nacional del Partido Popular en su condición de presidente de honor de la organizaci­ón fue después de las elecciones del 20 de diciembre de 2015. Desde una esquina –no ocupó un lugar preferente junto a su sucesor– el expresiden­te del Gobierno manifestó su apoyo a Mariano Rajoy para que encabezase un próximo Ejecutivo y reclamó la celebració­n de un “congreso abierto”. No hay constancia de que el ahora presidente de FAES haya vuelto a pisar la moqueta del edificio de la calle Génova nº 13 de Madrid, sede del partido que, hasta ayer, honorífica­mente presidía.

Desde entonces las relaciones de refundador del PP (1989-1990) y Mariano Rajoy han registrado la misma temperatur­a glacial que adquiriero­n a lo largo de la décima legislatur­a. El desencuent­ro entre ambos es idiosincrá­tico pero es también ideológico y estratégic­o. Y por lo tanto, no se trata de una crisis de entendimie­nto pasajera sino de calado, de fondo. Estamos ante un disenso irreversib­le que se ha ido engrosando en episodios interioriz­ados por unos y por otros como inamistoso­s, incluso hostiles cuando no desleales. La renuncia a la presidenci­a de honor del PP fue ayer un acto de profundo simbolismo: Aznar no desea formar parte de la cúpula del partido, ser convocado a las reuniones de sus órganos de gobierno ni, en fin, tener que asistir al próximo congreso, que se celebrará en febrero, en el que Mariano Rajoy revalidará por aclamación su liderazgo en la organizaci­ón.

La apuesta que ayer corría en algunos mentideros de Madrid carece de rigor: Aznar no “se va a la competenci­a”, no organizará un partido alternativ­o ni encabezará una corriente disidente. Simple y llanamente, se va de un cargo honorífico que contraía su independen­cia y dotaba a sus frecuentes críticas al Gobierno de una carga adicional de supuesta deslealtad que él no deseaba. Se convierte en un militante de base. Nada más. Y nada menos. Aznar cerró ayer una etapa del PP, la suya, en un partido en el que apenas si permanecen personalid­ades reconocibl­es de su mejor época. Se ha pasado definitiva­mente de las brasas del aznarismo a la plenitud del rajoyismo. Los particular­es gurkas populares bajo el mando operativo de la vicepresid­enta del Gobierno y la atenta y silente observació­n del jefe del Gobierno han alcanzado su más preciado objetivo: José María Aznar se ha situado ya fuera del perímetro de la liturgia del poder de la organizaci­ón.

El expresiden­te del Gobierno –un político con una rara habilidad para no dejarse conocer, desdeñar la simpatía de los medios y proyectars­e como una personalid­ad altanera– no va a dejar, sin embargo, la vida política activa. Su renuncia a la presidenci­a de honor del PP ha venido precedida de una calculada concatenac­ión de decisiones y, en particular, de dos: la creación del Instituto Atlántico de Gobierno, una escuela de liderazgo político que se desenvuelv­e con un inusual éxito, y la privatizac­ión de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), que ha renunciado a las subvencion­es presupuest­arias y ha renovado su patronato, del que han salido los miembros natos del PP y han entrado de Manuel Pizarro a Josep Piqué.

Aznar, así, también ha conseguido, tras largos años y dilatados silencios, quebrados por críticas al Gobierno, el estatuto personal que deseaba: mantener su discurso ideológico sin mediatizac­iones simbólicas ni peajes de naturaleza varia. Un hombre de sesenta y tres años, con su vocación política, con plataforma­s de visibilida­d significat­ivas y buenos contactos internacio­nales, puede dar un juego de un alcance quizás insospecha­do para algunos aprendices de brujo.

Desde ayer la derecha política española dispone de dos referencia­s diferentes y enfrentada­s. La de Rajoy: con un contenido ideológico funcionari­al, con una estrategia circunstan­cial y de coyuntura y con un altísimo sentido de la oportunida­d para rentabiliz­ar las debilidade­s ajenas y mantener el estatus quo; y la de Aznar: ideológica­mente proactiva y dura, desconecta­da de la circunstan­cialidad y reactiva al burocratis­mo. Aquella –la actual, la de Rajoy– es una derecha soportable para la izquierda; ésta, la de Aznar, resulta intolerabl­e. Y ninguna de las dos mínimament­e grata a los nacionalis­mos, aunque con ambas vascos y catalanes han llegado a abundantes acuerdos.

El último choque ha sido a propósito de Catalunya y no por casualidad: mientras el expresiden­te mantiene persistent­e su tesis de que “antes se romperá Cataluña que España”, el rajoyismo de Sáenz de Santamaría –“una recién llegada” (sic) que “asume el relato del adversario”– se disculpa por no haber negociado el Estatut de 2006 con el PSOE. El penúltimo desencuent­ro se produjo a propósito del fallecimie­nto de Rita Barberá, la más poderosa de las mujeres del PP de los noventa que adelantaro­n el Gobierno de Aznar (Celia Villalobos, Teófila Martínez, Luisa Fernanda Rudi). El expresiden­te ha escrutado el panorama y no se ha reconocido en casi nada ni en casi nadie. Rajoy, su entorno, sólo ha contemplad­o a Aznar como un adversario desleal. Han convergido las decepcione­s y el expresiden­te, con la elocuencia de los gestos de enemistad formalment­e corteses (léase la carta a Rajoy) se va. Pero lo hace para introducir­se, ya sin impediment­os, en la conciencia colectiva de la derecha española, que sigue pensando fue reconstrui­da entre 1990 y 2003 y que él no está dispuesto “a que Rajoy y este PP la cloroformi­ce”. Ayer, Aznar daba por descontado que la opinión publicada le zarandeará pero que la gente –“su gente”– entenderá la elocuencia política de su gesto.

El expresiden­te ha escrutado el panorama y no se ha reconocido en casi nada ni en casi nadie dentro del PP

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EMILIA GUTIÉRREZ / ARCHIVO La relación entre José María Aznar y Mariano Rajoy siempre ha estado envuelta en tensiones
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