De vuelta a una casa destruida
Mientras los israelitas vivieron el exilio en Babilonia en el s. VI a.C., esta parecía omnipotente. Pero los profetas recordaban que los reyes de la tierra eran, para Dios, como peones que podía usar para conseguir sus fines. Cuando en el 539 a.C. el emperador persa Ciro el Grande conquistó Babilonia y el Medio Oriente y animó a los pueblos conquistados a conservar sus propias costumbres y religiones, las profecías se vieron realizadas.
Los libros de Esdras y Nehemías
cuentan cómo buena parte de los exiliados soñaban con reconstruir Jerusalén y su templo, la heredad que les había otorgado Dios: se trataba de aprovechar el nuevo contexto para volver a la tierra prometida y reorganizar la sociedad israelita a nivel político y religioso, renovando su relación y fidelidad hacia el único Dios. En el mundo antiguo la construcción de una ciudad era el pináculo del éxito de una sociedad, que daba al pueblo que la habitaba el estatus de ser civilizado y culturizado, además de significar el paso del caos al orden. Nehemías, un israelita exiliado que servía al rey Artajerjes en Susa, su-
plicó a su soberano el poder regresar a Jerusalén y reconstruirla. En el 445 a.C., bajo la protección real, emprendió la reconstrucción de la ciudad pese a la oposición incluso de algunas familias judías. El sacerdote Esdras se ocupó de reorganizar el culto y las prácticas religiosas, dando pie a un entusiasta nuevo inicio al pueblo, la tierra y la religión de Israel.
Pero el retorno no significaría el final de la historia. En los siglos venideros el pueblo de Israel tendría que luchar contra la tentación de las ideas y costumbres importadas por los imperios griego y romano, a la espera del Mesías vislumbrado por los profetas.