El TC, de nuevo en la picota
De la misma manera y con el mismo tono con los que la vicepresidenta del Gobierno reconoció que el PP se equivocó cuando no negoció el Estatut del 2006 con el PSOE, debería asumir ahora que la reforma de la ley orgánica del Tribunal Constitucional del pasado año, para dotarle de facultades de ejecución de sus propias resoluciones, fue un error político y, por más que el propio órgano de garantías avalase su constitucionalidad con la discrepancia de tres de sus magistrados, también un dudosísimo acierto jurídico.
Los que hemos estudiado la carrera de Derecho y trajinado profesionalmente con el público y el constitucional, no dejamos de sorprendernos cuando la sentencia del Alto Tribunal aseguró que era “un verdadero órgano jurisdiccional” y que, por tanto, podía estar apoderado para hacer cumplir lo por él resuelto. Una afirmación muy discutible cuando la propia Constitución distingue físicamente la regulación del Poder Judicial (Título VI) de la del Tribunal Constitucional (Título IX). Una doctrina casi pacífica establecía que la jurisdicción constitucional era distinta a la judicial ordinaria, de la que el TC no es la última instancia como con recurrencia el Tribunal Supremo ha insistido, incluso, en sus resoluciones, llegándose a plantear en su momento una muy tensa situación entre el órgano de garantías constitucionales y el vértice del poder judicial por el “exceso de jurisdicción” de aquel.
Naturalmente, más sabiduría jurídica atesoran los magistrados que votaron la sentencia favorable a la constitucionalidad de la reforma del Gobierno del PP –que se produjo sin consenso y por la vía más rápida, tratándose de una ley orgánica que forma parte del bloque de desarrollo directo de la Carta Magna– pero no puede eludirse el hecho de que tres magistrados (Adela Asua, Fernando Valdés y Juan Antonio Xiol) emitieron un voto particular de mucha sustancia. Y no puede tampoco dejar de valorarse que uno de ellos – Xiol– es magistrado profesional y que, hasta acceder al Constitucional, presidía la Sala Primera del Supremo. Después de una sostenida secuencia de fallos unánimes, el TC ha vuelto con esta sentencia a las andadas y, por ello, entre otras razones, se ha excitado el apetito de la oposición por tumbar la polémica reforma de su ley orgánica.
El Gobierno, haciendo uso de la mayoría absoluta de la que dispuso en la décima legislatura, creyó que dotar al TC con unas facultades de ejecución “no punitivas” y “temporales” (la suspensión de cargos públicos que desobedezcan sus resoluciones para así hacerlas efectivas) consistía en una vía expeditiva para reducir la resistencia a la legalidad que en el ámbito independentista se registra en Catalunya desde tiempo atrás. Desconoció el Ejecutivo que en el sistema constitucional hay que conservar los roles y funciones de cada institución por más que el respeto a este equilibrio conlleve algunos inconvenientes prácticos. La ejecución de las sentencias del TC corresponde a la jurisdicción ordinaria cuando sus resoluciones son desafiadas y desobedecidas y no al propio Constitucional, que debe reservarse para establecer la doctrina sin entrar en una relación –sea punitiva o no– con las instancias que deben acatar sus resoluciones. Porque, de lo contrario, su papel –alejado del conflicto– se desvirtúa y pudiera ocurrir lo que pronosticó Francisco Rubio Llorente: que el órgano de garantías constitucionales asumiese funciones de ejecución implicaba “una carga política que terminará por aplastarle”.
Por otra parte, es siempre arriesgado alterar el bloque de constitucionalidad –es decir, el conjunto de leyes orgánicas que desarrollan directamente las previsiones constitucionales– sin buscar acuerdos de amplio espectro parlamentario. El PP lo ha hecho entre el 2011 y el 2015 y ahora está viviendo con cierto vértigo la reversión progresiva de leyes orgánicas como la educativa, la de protección de la seguridad o la del propio TC que debieron constituir el resultado de una negociación con la oposición. Por lo que afecta a esta última, y por mucho que atruenen algunos editoriales suponiendo que propugnar su derogación o sustancial cambio es poco menos que una traición al Estado en su pugna con el secesionismo catalán, lo cierto es que regresar a la situación anterior sería una muestra de sensatez política y –me permito afirmarlo con el mayor respeto a los magistrados del TC– también jurídica. No hay que procurar contorsiones normativas ni buscar atajos, sino intentar una aplicación armónica del ordenamiento jurídico no sin antes cumplir con el mandato de resolver políticamente –conforme a la ley– cuantos conflictos de esa naturaleza se produzcan. Si así se hace, la operación diálogo que comanda Sáenz de Santamaría alcanzará una credibilidad de la que ahora escasea.
Reponer la ley del Constitucional a su anterior estado es sensato política y jurídicamente