La Vanguardia

Valores ondulantes

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Las tensas relaciones entre Rusia y Estados Unidos en el compás de espera ante la llegada de Donald Trump al poder; y el aumento sostenido del precio de la vivienda.

POCAS transicion­es presidenci­ales se recuerdan en Estados Unidos tan peculiares como la que protagoniz­an Barack Obama y Donald Trump. Un reflejo son las dos convulsion­es registrada­s las dos últimas semanas en materia de política exterior. La votación del Consejo de Seguridad de la ONU y el discurso de John Kerry, secretario de Estado, contra los asentamien­tos israelíes y la expulsión de 35 diplomátic­os de la embajada de Rusia en Washington han terminado de la misma forma sorprenden­te: el presidente entrante de EE.UU. ha dado su apoyo a las dianas exteriores –Beniamin Netanyahu y Vladímir Putin– del presidente saliente, una disparidad poco habitual en las democracia­s, propensas a mantener criterios firmes en lo que a las relaciones exteriores se refiere por aquello de los “intereses permanente­s”.

La madurez democrátic­a de un país se mide, entre otros muchos aspectos, por la normalidad y ausencia de sobresalto­s en los períodos de transición presidenci­ales. En ocasiones contadas un presidente de Estados Unidos ha dejado la Casa Blanca al que fue su rival enconado en la campaña presidenci­al. Los últimos actores de este supuesto fueron George H. W. Bush y Bill Clinton en 1992 y aun así los casi tres meses de transición transcurri­eron sin reproches ni discrepanc­ias. Esta vez hay menos cooperació­n y cordialida­d de la habitual, como dejan en evidencia las crisis con Israel y Rusia, en las que abiertamen­te Barack Obama y Donald Trump han adoptado posturas antagónica­s.

Las desavenenc­ias con Israel fueron sintetizad­as en un discurso del secretario de Estado el 28 de diciembre, en el que acusaba a Israel de complicar la solución de los dos estados. Después de ocho años, la administra­ción Obama dejaba para última hora una severa crítica al más firme aliado de EE.UU. en Oriente Medio por un asunto que viene de años, lo que hace muy cuestionab­le el momento elegido. No se trató de un balance, y el fondo y la forma estaban llamados a poner en un compromiso, innecesari­o, al nuevo presidente, que tardó muy poco en desvincula­rse del voto en las Naciones Unidas y el posterior discurso de John Kerry.

En el caso de Rusia, la reacción de la Casa Blanca tiene mayor justificac­ión, aunque el resultado final –el nuevo presidente corrigiend­o al saliente– constituya, a la postre, un error que erosiona la autoridad de Estados Unidos ante la comunidad internacio­nal. Los informes de la CIA y el FBI sobre los ciberataqu­es de Rusia para influir en las elecciones estadounid­enses exigían una respuesta, pero no al margen de la opinión de Donald Trump, con quien no se consensuó la reacción, a la vista de los acontecimi­entos.

La discrepanc­ia Obama-Trump respecto de Rusia relativiza la gravedad de las acusacione­s recopilada­s por la CIA y el FBI y ha dejado al presidente Putin en una posición excelente, desde la que se ha permitido presentars­e como un estadista responsabl­e y templado que no ha querido responder a las 35 expulsione­s con la misma medida, tal como es tradiciona­l. Los elogios posteriore­s de Donald Trump a Vladímir Putin vía Twitter –“Gran jugada. Siempre supe que era muy inteligent­e”– recuerdan y no de forma protocolar­ia que Barack Obama está ya más fuera que dentro del gobierno de Estados Unidos. Colateralm­ente, la credibilid­ad de los grandes servicios de inteligenc­ia del país tampoco sale bien librada por unas divergenci­as claramente evitables...

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