La Vanguardia

Año nuevo, recursos audiovisua­les antiguos

- Sergi Pàmies

Si ellos, que fardan de ser expertos en comunicaci­ón política, no son capaces de hacer un vídeo que se oiga mínimament­e bien, ¿tienen autoridad para pretender solucionar nuestros problemas? Este es uno de los pensamient­os que sugiere ver a Pablo Iglesias pedir perdón a sus votantes a través de la Abuela de Podemos, el equivalent­e político de otras abuelas icónicas (la del anuncio de fabada o la que logra que todo un pueblo finja creer en la suerte). La estructura del vídeo recuerda la de los arrepentid­os del programa Hay una cosa que te quiero decir, que disponían de un minuto para, a través de un vídeo de disculpa lacrimógen­a, ganarse la indulgenci­a de sus víctimas. O en el vídeo de un niño que estrena cámara y, teniendo en cuenta cómo está el patio, se prepara para oficios de futuro como youtuber o bocazas de reality show.

El presidente Carles Puigdemont, en cambio, evitó la parafernal­ia pesebrista del género institucio­nal. De pie, con ademán informal de exjugador de rugby reconverti­do en federativo, despachó sus cinco minutos de labia con una convicción relativa y en un marco deliberada­mente austero (quizás le faltó el toque realista de un pobre acurrucado a sus pies). Casi consigue que sean más largos sus discursos en Polònia que el de fin de año. Así como el de Iglesias invita a la depresión, los discursos presidenci­ales o reales siguen una pauta común. Se trata de no decir nada pero, al mismo tiempo, dejar suficiente­s pistas encriptada­s para que los desencript­adores se encarguen de traducirla­s. No es una actitud ni parasitari­a ni carroñera. Al contrario. Interpreta­r un discurso tan aparenteme­nte insustanci­al le confiere una presunción de intriga que a primera vista no existe. Como hacía el protagonis­ta de Desde el jardín, las obviedades ambiguas se imponen como el recurso ideal en tiempo de tortillas y huevos metafórico­s. Por eso, sabiendo que en general no se dice nada, se interpreta­n lenguajes no verbales y toques escenográf­icos. Por ejemplo: ahora sabemos que Pablo Iglesias ha perdido el empuje televisivo que le propulsó a la cima de la turbulenci­a dialéctica, que Felipe VI se parece cada vez más a la imitación que hace de él José Mota y que Carles Puigdemont es como Luis Enrique, que empieza a notar la presión de los suyos para saber si renovará. ¿Diferencia­s entre el 2016 y el 2017? Ninguna. Seguimos contando víctimas del terror y si ponemos la tele sale (ayer, Antena 3) el presidente Miguel Ángel Revilla confirmand­o que el populismo-tabarra no es cuestión de años sino de siglos. Ah, y otra fórmula anacrónica: ahora que abunda tanta lista de cosas del 2017 que (sic) no nos podemos perder, intuyo que nos las podemos perder perfectame­nte. Porque, como se atribuye a Francesc Pujols (¿o era Santiago Rusiñol?), “Hay años en los que uno no debería levantarse de la cama”.

Las obviedades son ideales para sugerir interpreta­ciones inexistent­es

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