Año nuevo, recursos audiovisuales antiguos
Si ellos, que fardan de ser expertos en comunicación política, no son capaces de hacer un vídeo que se oiga mínimamente bien, ¿tienen autoridad para pretender solucionar nuestros problemas? Este es uno de los pensamientos que sugiere ver a Pablo Iglesias pedir perdón a sus votantes a través de la Abuela de Podemos, el equivalente político de otras abuelas icónicas (la del anuncio de fabada o la que logra que todo un pueblo finja creer en la suerte). La estructura del vídeo recuerda la de los arrepentidos del programa Hay una cosa que te quiero decir, que disponían de un minuto para, a través de un vídeo de disculpa lacrimógena, ganarse la indulgencia de sus víctimas. O en el vídeo de un niño que estrena cámara y, teniendo en cuenta cómo está el patio, se prepara para oficios de futuro como youtuber o bocazas de reality show.
El presidente Carles Puigdemont, en cambio, evitó la parafernalia pesebrista del género institucional. De pie, con ademán informal de exjugador de rugby reconvertido en federativo, despachó sus cinco minutos de labia con una convicción relativa y en un marco deliberadamente austero (quizás le faltó el toque realista de un pobre acurrucado a sus pies). Casi consigue que sean más largos sus discursos en Polònia que el de fin de año. Así como el de Iglesias invita a la depresión, los discursos presidenciales o reales siguen una pauta común. Se trata de no decir nada pero, al mismo tiempo, dejar suficientes pistas encriptadas para que los desencriptadores se encarguen de traducirlas. No es una actitud ni parasitaria ni carroñera. Al contrario. Interpretar un discurso tan aparentemente insustancial le confiere una presunción de intriga que a primera vista no existe. Como hacía el protagonista de Desde el jardín, las obviedades ambiguas se imponen como el recurso ideal en tiempo de tortillas y huevos metafóricos. Por eso, sabiendo que en general no se dice nada, se interpretan lenguajes no verbales y toques escenográficos. Por ejemplo: ahora sabemos que Pablo Iglesias ha perdido el empuje televisivo que le propulsó a la cima de la turbulencia dialéctica, que Felipe VI se parece cada vez más a la imitación que hace de él José Mota y que Carles Puigdemont es como Luis Enrique, que empieza a notar la presión de los suyos para saber si renovará. ¿Diferencias entre el 2016 y el 2017? Ninguna. Seguimos contando víctimas del terror y si ponemos la tele sale (ayer, Antena 3) el presidente Miguel Ángel Revilla confirmando que el populismo-tabarra no es cuestión de años sino de siglos. Ah, y otra fórmula anacrónica: ahora que abunda tanta lista de cosas del 2017 que (sic) no nos podemos perder, intuyo que nos las podemos perder perfectamente. Porque, como se atribuye a Francesc Pujols (¿o era Santiago Rusiñol?), “Hay años en los que uno no debería levantarse de la cama”.
Las obviedades son ideales para sugerir interpretaciones inexistentes