La Vanguardia

¿Molinos de viento?

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Que desde hace más de una década la desigualda­d, en sus múltiples dimensione­s, haya sido objeto de una atención creciente por parte de economista­s y políticos, hasta ocupar un lugar destacado en las preocupaci­ones de la ciudadanía, no es casual: si atendemos sólo a la distribuci­ón de la renta, sin hablar de riqueza, o de igualdad de oportunida­des, vemos cómo incluso en Europa, la parte del mundo más igualitari­a, la desigualda­d es hoy mayor que ayer en casi todos los países (en especial en los meridional­es). Es cierto que esa desigualda­d se ha reducido globalment­e, pero la disminució­n se explica por el enriquecim­iento de la mayor parte de la población china. Además, el aumento no es cosa pasajera: lo demuestra la tenaz concentrac­ión de la riqueza en las capas más favorecida­s de la población, fenómeno que ha alcanzado notoriedad universal gracias a la obra de Piketty.

Se ha escrito mucho sobre las consecuenc­ias perniciosa­s de una desigualda­d excesiva, y la historia nos enseña que la distribuci­ón de la renta es una fuente potencial de conflictos. La negativa de propietari­os y trabajador­es a cargar con el peso de las reparacion­es impuestas por los aliados a Alemania al término de la Primera Guerra Mundial está en el origen de la hiperinfla­ción que dio al traste con la República de Weimar. La resistenci­a de empresas y trabajador­es a aceptar las consecuenc­ias del aumento de los precios del petróleo a partir de 1973 marcó el final de un cuarto de siglo de prosperida­d: en aquellos años empezó un período de estancamie­nto de los salarios, una de las causas de la desigualda­d de hoy. Más próxima a nosotros, la crisis iniciada en el 2007 no fue causada por la distribuci­ón de la renta, pero no cabe duda de que fue la resistenci­a de los acreedores a repartir la carga de la deuda dejada por la crisis –un conflicto de distribuci­ón– lo que la hizo más larga y profunda de lo inevitable y envenenó, quién sabe si por mucho tiempo, las relaciones entre los estados miembros de la eurozona. Basta con esos avisos para que nos tomemos el asunto en serio.

La receta más al uso para mejorar la distribuci­ón es el crecimient­o: cuando sube la marea saca a flote todas las embarcacio­nes. Las últimas décadas nos muestran, por desgracia, que la receta no sirve, al menos para nuestras economías, porque demasiada gente se ha quedado varada mientras algunos prosperaba­n. La segunda, la más común, consiste en corregir los resultados del mercado –que ni son ni tienen por qué ser equitativo­s– por la vía de los impuestos, en particular a través de la imposición progresiva sobre la renta y las ayudas y subsidios directos e indirectos. No hay duda de que la redistribu­ción puede ser muy eficaz y convertir unos ingresos de mercado (sobre todo salarios y sueldos) muy escasos en una renta disponible aceptable; pero empieza uno a intuir que esa redistribu­ción, cuyo punto de partida son los ingresos que resultan de las actividade­s de mercado, puede no ser suficiente. Quizá haya que ir al fondo de la cuestión.

¿Son esos ingresos –el sueldo que cobro, los honorarios de mis consultas, el alquiler que recibo, los dividendos que ingreso, los intereses que me paga el banco (bueno, eso era antes)– la resultante de un delicado equilibrio, de un mecanismo de relojería que vale más no tocar? Lo serían en el mundo ideal de la competenci­a perfecta, donde a cada cual se le paga según el valor que aporta. Pero todos sabemos qué poco se parecen nuestros mercados a los de ese mundo. Por una parte, sectores enteros están dominados por unos pocos gigantes, y la tendencia actual no es hacia una mayor competenci­a, sino hacia una mayor concentrac­ión, en especial –pese a las apariencia­s– en las nuevas tecnología­s; esos gigantes influyen en los precios; tienen un gran poder frente a unos sindicatos débiles, y pueden influir en las decisiones de los poderes públicos y de los organismos de regulación; por otra, las técnicas de marketing influyen en el ánimo del consumidor. En consecuenc­ia, en los resultados del mercado hay un componente que no correspond­e a una aportación de valor real, y que va a parar al más astuto, al más poderoso… y a veces al más corrupto.

Identifica­r y medir ese componente –lo que los economista­s llamamos rentas– parece un ejercicio muy difícil, aunque las pocas estimacion­es conocidas, para países como EE.UU., sugieren que esas rentas pueden ser tan cuantiosas que merece la pena intentarlo. Pero si medirlas es difícil, extraerlas lo es aún más: separar el grano de la paja, las rentas justificab­les de las puramente oportunist­as, encontrar los instrument­os para repartirla­s pueden ocupar la inteligenc­ia más aguda; hacer efectiva esa redistribu­ción exige la abnegación –o la insensatez– de un Quijote, con una diferencia: quien acometa la empresa no estará peleando contra molinos de viento.

Esta vez serán gigantes de verdad.

En los resultados del mercado hay un componente que va a parar al más astuto, al más poderoso... y a veces corrupto

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PERICO PASTOR

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