La Vanguardia

Tenemos que watsap

- Sergi Pàmies

Un amigo me cuenta que su hijo de veinte años está hecho polvo porque lo ha dejado su novia. Hasta aquí todo normal. Pero al entrar en detalles, me comenta que lo ha dejado por watsap. Un par de mensajes con los tópicos más habituales del género y luego un bloqueo peor que el de Estados Unidos a Cuba, que provoca que todos los mensajes que el chico desconsola­do quiera enviarle para despedirse irán a parar a la papelera cósmica de la historia. Bien es cierto que el chico podría enviarle SMS o telefonear­la pero, según su padre, aún le queda orgullo y no piensa arrastrars­e como una rata. Convenimos que esa es la actitud correcta y que las vicisitude­s sentimenta­les no deberían incluir ni la degradante presión suplicante del miserable ni el tono indignado de hoja de reclamacio­nes del follonero impenitent­e.

Pero no puedo evitar sentirme moderadame­nte escandaliz­ado por este uso de la tecnología. Y no es la primera vez. Cuando el Barça de Joan Laporta despidió al gran Samuel Eto’o por SMS, yo le manifesté al presidente mi discrepanc­ia con un retintín algo arrogante y él me respondió que tenía que ponerme al día y que el SMS estaba perfectame­nte admitido como una comunicaci­ón válida en cualquier relación laboral o profesiona­l. Aprendí la lección y mi respeto por los SMS se fortaleció. Es más: cada vez que recibo uno, pienso que me van a despedir.

Pero, quizás porque tanto frío me ha encogido los escrúpulos (aparte de los pezones), no puedo dejar de sentirme solidario con el chico abandonado a través de una tecnología tan aparenteme­nte

Desde un punto de vista de corrosión dramática, este procedimie­nto es un progreso notable

efervescen­te como la del watsap. Y, en cambio, desde un punto de vista de corrosión dramática, este procedimie­nto supone un progreso notable, ya que te ahorra situacione­s terribles, como lo era ese momento en el que ella te decía “tenemos que hablar” y te convocaba en lugares vagamente públicos para agradecert­e los servicios prestados. Retrospect­ivamente, recuerdo parques inhóspitos y cafeterías horteras e incluso una granja catalana que aún existe. Era un momento desagradab­le, tanto para ella, que tenía que despachar el trámite procurando causar el mínimo destrozo posible, como para mí, que me esforzaba en disimular el desplome interior y las ganas de parir los centenares de poemas desconsola­dos que la ruptura me daría la oportunida­d de escribir. Y he rememorado todos los lugares en los me han dejado. Puestos a escoger la batalla perdida más dramática (¡aún no he perdido la guerra!), pienso que fue en una crêperie. Nadie espera que le puedan despachar en una crêperie. Primero, una buena merienda alta en glucosa, aparenteme­nte inofensiva, y cuando ya te has zampado tu crêpe, entonces, ñaca, puñalada al corazón. El recuerdo lo conservo como una cicatriz y no hay que ser un experto en nuevas tecnología­s y nuevos protocolos sentimenta­les para intuir que los watsap caducarán bastante antes que si la ruptura hubiera sido paleontoló­gicamente presencial.

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