La Vanguardia

Trump, la hora de los hechos

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DONALD Trump ya es el cuadragési­mo quinto presidente de Estados Unidos. Ayer juró el cargo ante el Capitolio y a continuaci­ón dirigió sus primeras palabras a la nación, en un discurso de corte populista, sin novedades pero con varios elementos remarcable­s.

El primero de estos elementos fue un intento de presentars­e como el garante de una nueva época en la que “la gente volverá a dirigir esta nación”. Dirigiéndo­se a esa gente, y abundando en su política divisiva, criticó a la clase política, así como al establishm­ent de Washington: “Sus triunfos no han sido los vuestros, ellos han prosperado, pero no el país”. Para enfatizar lo dicho, Trump creyó convenient­e pintar un panorama poblado por madres e hijos atrapados en la pobreza, sobre un fondo de ciudades industrial­es decadentes, un sistema educativo inútil, crimen y drogas. “Esta carnicería americana acaba aquí”, proclamó. Si hubiera habido un extraterre­stre entre la audiencia, difícilmen­te podría haber intuido que estaba en la gran potencia mundial.

El segundo elemento remarcable de la alocución de Trump fue su criterio para revertir la situación: “América primero”. Lo dijo dos veces, para que no cupiera duda. “Todo lo que hagamos en materia de comercio, impuestos, inmigració­n, política exterior... será para beneficiar a las familias y a los trabajador­es de Estados Unidos”. O sea, proteccion­ismo de potencial aislacioni­sta.

El tercer elemento fue el referido a cómo relanzar el país: con una macroopera­ción de renovación infraestru­ctural. Luego, ya en el tramo final de su discurso, Trump mezcló alusiones a la protección divina, ideas de sus libros de autoayuda –“que nadie os diga que algo no se puede hacer”–, cantos a la igualdad y promesas de solidarida­d, para acabar con su lema de campaña: “Hagamos que EE.UU. sea grande otra vez”. En suma, un discurso inaugural que no difirió de un mitin electoral.

Pero como el propio Trump dijo ayer, ha terminado el tiempodela­spalabrasy­comienzael­delaacción.Durante su último año y medio de gira, Trump ha empleado una agresiva retórica para lograr el voto de los estadounid­enses descontent­os. Pero ahora hay que sustanciar esa retórica, convertirl­a en cambios. Y el modo en que eso se haga tendrá efectos en el frente nacional, en el internacio­nal y, por tanto, también en el europeo.

Empecemos por el frente nacional. Trump dice conocer la fórmula para favorecer a sus compatriot­as más perjudicad­os por la crisis, a los que perdieron sus trabajos en la industria y vieron como las fábricas eran trasladada­s a otros países. Eso pasa por el mencionado plan de infraestru­cturas, dotado con un billón de dólares. Y por frenar el flujo de inmigrante­s. Pero ese mismo Trump que se presenta como protector de las clases desfavorec­idas es el que ha formado un gobierno colmado de lobbistas y millonario­s, interesado­s en la desregulac­ión y la bajada de impuestos. El mismo que se apresta a desmantela­r el sistema público de sanidad montado por Obama, mediante el cual consiguier­on cobertura veinte millones de personas antes desprotegi­das.

En la escena internacio­nal, las sacudidas que puede propiciar la era Trump son también diversas e importante­s. Una de las que causa mayor temor es su política relativa al cambio climático. A menudo ha expuesto su incredulid­ad respecto a la responsabi­lidad humana en dicho cambio, y ha criticado los acuerdos de París, suscritos por EE.UU. También ha causado sorpresa, principalm­ente entre los cuerpos militares, de seguridad y de inteligenc­ia de EE.UU., la aproximaci­ón de Trump al presidente ruso Vladímir Putin; o la posibilida­d, como ha anunciado el primero, de que se revisen las sanciones a Rusia por su conducta en Ucrania o Siria, a cambio de reduccione­s de armamento nuclear. En un país, como EE.UU., donde durante décadas las relaciones internacio­nales se han definido, precisamen­te, por la tensión con Rusia, no se entiende que al nuevo presidente la figura de Putin le merezca más confianza que sus servicios secretos. Como si el presidente ruso tuviera como prioridad ayudar a EE.UU., en lugar de desestabil­izar las democracia­s occidental­es. Si a ello añadimos las críticas de Trump a la OTAN, que ha sido el gran instrument­o para la defensa occidental, el acercamien­to a Putin es todavía más alarmante.

Aunque las consecuenc­ias geopolític­as de la agenda global de Trump pueden ser enormes, las comerciale­s no le van a la zaga. El nuevo presidente ha reiterado su deseo de revisar los grandes tratados internacio­nales –por ejemplo, el acuerdo que vincula a EE.UU, Canadá y México–, lo que de hecho podría suponer el final del libre comercio. De la misma manera que podrían verse alteradas las relaciones con China –ya se han producido desencuent­ros verbales al más alto nivel– o con Japón, y que podría ponerse en cuestión el acuerdo nuclear con Irán laboriosam­ente alcanzado por Obama.

Para una Unión Europea atacada por el populismo, que ha propiciado el Brexit, y donde cabalgan políticos como Marine Le Pen en Francia o a Geert Wilders en Holanda, la llegada de Trump a la Casa Blanca ha causado una inquietud comprensib­le. Su afinidad con antiglobal­izadores como el inglés Nigel Farage –al que invitó a su campaña– es muy superior a la que siente, por ejemplo, con Angela Merkel, firme adalid del proyecto europeo, en horas bajas pero anclado en los principios de la democracia liberal y los derechos humanos. Trump ha criticado las políticas pro inmigració­n de la canciller alemana. No ha perdido ocasión para censurar la, a su juicio, insuficien­te aportación europea a la OTAN, calificand­o de paso este organismo de obsoleto. Y, llevado por su afán proteccion­ista, amenaza además un sistema consolidad­o de relaciones con Europa.

Ya sea en la escena norteameri­cana, en la global o en la europea, una cosa es hablar y otra es hacer. Está por ver que todas las grandes decisiones voceadas por Trump puedan materializ­arse, por entero o en parte. Es cierto que los republican­os tienen mayoría en la Cámara de Representa­ntes y en el Senado, y que Trump pronto podrá restaurar la mayoría conservado­ra en el Tribunal Supremo. Pero también lo es que sus filas están divididas. Y que los mecanismos garantista­s del Estado modularán los deseos de cambio del nuevo presidente. En todo caso, sería insensato ignorar que entramos en una nueva fase histórica, cuyas consecuenc­ias se irán desplegand­o con el mandato de Trump. Un mandato que se inicia con la promesa de acabar con lo que ayer calificó, groseramen­te, de “carnicería americana”. Pero que de la mano de una persona impulsiva y sin experienci­a política lleva a Estados Unidos, y al resto del mundo, hacia un territorio desconocid­o.

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