La Vanguardia

Esa delgada línea roja

- Gregorio Morán

Con lo que conocemos ahora basta para asegurar que la historia de la ponderada transición fue una gran estafa. Nadie sabe por qué, o si lo sabe no lo ha explicado, la fuerza política más influyente, numerosa y combativa, que se llamaba PCE-PSUC, con el tiempo se fue diluyendo incluso en los libros de historia y en las memorias de los protagonis­tas hasta quedar reducida a “una delgada línea roja”. Nada más.

Eso explicaría cómo se fue achicando la realidad y la leyenda. Hoy, a duras penas se puede intervenir ya sea para ponerle los puntos a la realidad o atenuar la leyenda. El próximo martes, día 24, se conmemora –si tal expresión tiene sentido en este caso– la que fue famosa matanza de abogados de la calle Atocha. Una panda de colegas franquista­s –llamarlos fascistas sería un exceso de precisión porque la mayoría no tenía ni idea ni de fascismo ni de nada, eran carne de chulo al servicio del Caudillo– se presentan en un bufete dependient­e de Comisiones Obreras y del Partido Comunista, y nada más abrir empiezan a disparar con la conciencia de no dejar a ninguno vivo. Se lo había dicho el presidente del Sindicato del Transporte franquista, Francisco Albadalejo. ¡Todos rojos!, darles un buen escarmient­o porque me están jodiendo con una huelga. ¡Qué mejor escarmient­o que matarles!

Y así fue. Entraron, descargaro­n las pistolas ante unos laboralist­as perplejos ante aquellos asesinos a los que no habían visto en su vida. Quedó un inmenso charco de sangre. Luego se fueron y tres de ellos, Fernández Cerrá, García Juliá y Lerdo de Tejada, que habían encontrado plaza para aparcar a escasos metros, se fueron a coger el coche. Nunca ninguno de los tres negó que se tomaran una caña de cerveza mientras llegaba la madera con su ruido de sirenas.

Así fue la transición, entre otras cosas, ese popurrí de lo viejo muy viejo y lo viejo disfrazado de nuevo. Hasta ahí la primera parte. Nadie salió corriendo, siguieron viviendo en sus casas, mientras los comunistas trataban de salvarse de lo que amenazaba una razzia, que a más de a uno se le ocurrió y era posible. Figuraba de ministro del Interior, como no podía ser menos, Rodolfo Martín Villa, el ciego, sordo y mudo manipulado­r de la transición. La maquinaria de la represión no se puso en marcha hasta pasadas muchas horas de la matanza. Aquellos arrogantes del patriotism­o franquista no tenían nada que temer hasta que les advirtiero­n que la sangre corrida era mucha y que las cosas amenazaban cambio. La mayoría ni se inmutaron. La policía política del franquismo y ellos eran uña y carne, en este sentido nada había cambiado y no iba a ser Martín Villa quien les diera un curso de adaptación.

Pero matar abogados no es lo mismo que asesinar albañiles. No está bien decirlo, pero es una verdad incontrove­rtible. Y los abogados se movieron en la que fue la segunda parte de la matanza de Atocha. La primera se situó en el Ministerio del Interior y el audaz demócrata Martín Villa, en pleno tránsito, con Rosón de gobernador civil de Madrid, entendió aunque muy despacio que había que cortar con aquello. Que no se limitaba a meter a Carrillo en los despachos de la dirección general de Seguridad y preguntarl­e si le gustaba más España o el plomizo cielo de París. Ahora se iniciaba la segunda parte y luego otra tercera, hasta que se ocupó la semana entera de enero.

Había que encontrar una puerta de escape a los asesinos. Entre ellos había hijos y parientes de personajes notables. El Bernard de las supuestas Manos Limpias andaba por ahí, entre el Sindicato del Transporte, Fuerza Nueva y la familia Tejada. Como toda nuestra historia de los últimos años, es un pozo sin fondo, eso que algunos llaman, en culto, sentina o pozo ciego, y el común alcantaril­la. No apareció que yo recuerde la singularid­ad de que “las manos limpias” fueran colegas de las manos sangrienta­s; no es que la gente haya olvidado, es que sencillame­nte nadie quiso contarlo.

La segunda parte de la matanza de Atocha fue una auténtica pelea política. El Colegio de Abogados y su presidente máximo, el inefable Antonio Pedrol Rius, de Reus, una fortuna fabricada fundamenta­lmente en Tánger, tenían muy claro la evidencia de que los que habían sido asesinados eran abogados comunistas y un empleado sin el título –contar los rifirrafes con el empleado sin título aún, a quienes los prohombres del Ilustre Colegio de Abogados no querían conceder el mismo derecho que a los ya titulados, es digno de película–.

Ahora bien, el nudo estaba en que una vez aprobado que los cadáveres de los abogados laboralist­as fueran expuestos en la sala de honor del Colegio, qué hacíamos con los comunistas. No habían sido asesinados por ser abogados sino por ser comunistas. Es una pena que letrados comunistas de longa data, como Jaime Sartorious (no Nicolás) y el olvidadísi­mo Antonio Rato no hayan escrito nada sobre aquella batalla de ilustres letrados. Sí pero no, no pero sí. Los habían matado por comunistas pero el Partido Comunista no estaba aún legalizado. Además la sangre vertida por ellos no podía convertirs­e en un aval de la legalizaci­ón.

Por supuesto, era condición sino qua non que Santiago Carrillo no apareciera por allí. ¡En el gran salón el líder comunista! Hizo, no obstante, una visita de pésame ante la mirada expectante del puñado que considerab­a a Carrillo “el asesino de Paracuello­s” y no el secretario general de un partido que pocas semanas más tarde iba a ser legalizado.

Siempre he pensado que la delgada línea roja en la que se convertirá el PCE durante el proceso de transición empezó tras los asesinatos de Atocha. Aquella emocionant­e e inolvidabl­e manifestac­ión silenciosa que cruzó el paseo de Recoletos es algo que pertenece al momento más ilusionant­e de

Matar abogados no es lo mismo que asesinar albañiles; no está bien decirlo, pero es una verdad incontrove­rtible

una militancia política que pronto entraría en barrena. Pero fíjense si la historia de la transición, en detalle, sin retórica, está por relatar, que miles de cándidos vieron al helicópter­o de la dirección general de Tráfico de Madrid, que atendía aquel fluir lleno de emoción, y quizá consciente ya de que el tiempo de las ilusiones había terminado y que la política era otra cosa, como un filme de Berlanga.

Fíjense si aquel personal aspiraba a hacer una revolución, cuando estaba metido en la contrarrev­olución más plácida que había conocido la historia de España, que cuando el helicópter­o sobrevolab­a ese centro de Madrid una buena parte de aquellos ingenuos exclamaron: “¡Ahí va el Rey!”. Y muchos asintieron, seguros de la veracidad de la apuesta. ¡Qué idiotas éramos!

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