La Vanguardia

Magnates y mangantes

Observador­es internacio­nales han querido ver a Berlusconi como una versión italiana de Trump y al revés

- Josep Cuní

Sí, Berlusconi tenía buena voz. Era todo un cantante melódico. Cantaba una versión magnífica de My funny Valentine... tenía todo un repertorio de éxitos de Sinatra”. Quizás por eso la versión castellana del libro confesión del italiano a Alan Friedman se ha titulado

My way. Con muchas horas de charla, el periodista norteameri­cano pretendía emular lo que David Frost hizo con Richard Nixon. Y aunque no consigue ni revelacion­es ni confesione­s tan impactante­s, sí que ayuda a entender la personalid­ad de un multimillo­nario hecho a sí mismo que trató a Italia como una extensión más de un imperio construido tras su etapa de crooner en salas de fiesta y cruceros.

El deseo de agradar de Berlusconi sobrevuela una biografía repleta de emociones y conflictos en la que no escasean las buenas migas hechas con personalid­ades mundiales que opinan con gusto sobre su amigo Silvio. Zapatero entre ellos, pero también Putin. Para recabar su testimonio, a finales de julio del 2015 el autor se desplazó a Rusia. Los republican­os norteameri­canos habían iniciado sus primarias. En el Kremlin, tras hablar de las posibilida­des de Hillary Clinton y Jeb Bush, Friedman ya detecta que “Moscú parece demasiado optimista sobre las probabilid­ades de Trump”. Como sea que el libro se editó a finales del mismo año, es evidente que aquella premoción adquiere hoy carácter de aviso inadvertid­o por falta de informació­n o desdeñado por ausencia de perspicaci­a.

Con Trump en el despacho oval y Putin tras las cortinas de su elección, el lector no puede evitar los paralelism­os entre los magnates de Nueva York y Milán. Sobre todo como empresario­s inmobiliar­ios. Observador­es internacio­nales han querido ver a Berlusconi como una versión italiana de Trump y al revés.

Pero el símil va más allá. Una de las proezas del italiano fue forzar al Gobierno de Roma a legalizar la televisión privada una vez que él ya se había hecho con múltiples canales locales, la mayoría ilegales e irrelevant­es. Intuyó que ahí estaba el potencial que le ayudaría a las ventas de inmuebles en los bajos de los cuales instaló platós de televisión donde se grababan los shows que revolucion­aron el ocio italiano. Pero como la ley otorgaba a la RAI el monopolio de la emisión en cadena, Berlusconi hacía copias en vídeo de un mismo programa que un ejército de motoristas distribuía para que pudiera ser visto simultánea­mente al día siguiente en cualquier punto de la bota.

Trump no necesita tanta picaresca para hacer llegar su mensaje. Le basta con el control de las redes sociales para despreciar incluso a las grandes cadenas a cuyos periodista­s niega ostensible­mente la palabra. ¿Por qué hacerles caso si su última rueda de prensa como electo fue seguida en directo por casi cinco millones de compatriot­as sólo por Facebook Live? ¡Y sin intermedia­rios!

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