¿Una nueva clase?
La conversación con un amigo giraba –hace días– en torno a la dificultad jurídica creciente que entraña la sucesión por causa de muerte (ley sustantiva y fiscal aplicables) de aquellas personas que tienen propiedades e intereses en diversos países, que residen en un país distinto de aquel cuya nacionalidad ostentan y que, en muchas ocasiones, tienen descendencia de diversos matrimonios o uniones, extinguidos de forma más o menos pacífica.
De ahí pasé a inducir una idea general: que la globalización ha acentuado una tendencia anterior, consistente en la paulatina formación de una nueva clase social integrada por ricos en el auténtico sentido de la palabra, es decir, por ricos cuya riqueza constituye en sus manos no sólo el medio para llevar el más alto nivel de vida, sino un auténtico instrumento de inversión y, por tanto, de poder. Unos ricos que no están ni se sienten vinculados a ninguna nación concreta, que diversifican sus inversiones con el doble y exclusivo objetivo de maximizar el beneficio a corto plazo y reducir el riesgo, y que, ante una situación de incertidumbre, acarician siempre las soluciones de fuerza que limitan las libertades en aras de la seguridad. Esta apatridia viene facilitada por el hecho de que, hoy, el poder económico no hunde sus raíces en la propiedad de la tierra (como en el antiguo régimen), ni en la industria (como en tiempos de la revolución industrial), lo que siempre implicaba cierto anclaje en un lugar y en una sociedad concretos, sino que se fundamenta en el control de los recursos financieros tal y como viene sucediendo desde fines del siglo XIX, cuando la magnitud de las inversiones precisas para el desarrollo industrial otorgó un enorme protagonismo a las instituciones financieras. Hace años que resumo esta idea en una frase: “Los ricos no tienen patria”. Hoy añado: ni falta les hace, porque bien les ha ido desde la caída del comunismo, cuando creyeron llegado el fin de la historia. Por eso hay que andar con tiento cuando algún plutócrata se disfraza de populista. Y el lector ya sabe a quién me refiero.
Aquella mañana en la que hablamos, mi amigo me dejó decir adoptando un aire de cierta ironía condescendiente, pero luego llegó su respuesta relativizando la existencia de un capital financiero, cosmopolita y apátrida, con el argumento de que las tres primeras compañías del mundo (Apple, Alphabet –Google– y Microsoft) pertenecen a sus creadores, ninguna está penetrada por el capital financiero y todas disponen de cientos de miles de millones de dólares cash. Como Inditex aquí. Además –añadió– ni Steve Jobs, ni Larry Page, ni Serguéi Brin, ni Bill Gates son o fueron muy cosmopolitas. No niego, por supuesto, la singularidad de las tres compañías citadas y de otras similares que podrían añadirse, pero entiendo que su caso es más bien una excepción confirmatoria de la existencia de un capital financiero, cosmopolita y apátrida.
Al día siguiente de la victoria de Donald Trump, en la Bolsa de Nueva York bajaron las compañías de la nueva economía (las tecnológicas) y subieron las tradicionales (aseguradoras, bancos, automóviles…). Lo que introduce un factor de distinción evidente entre unas y otras. En efecto, la primacía del capital financiero no se da en las compañías tecnológicas porque lo esencial en ellas es la idea original que concibió su creador (una persona concreta), que no ha necesitado normalmente, para echar a andar, una inversión decisoria. Las auténticas revoluciones (como la tecnológica) son siempre obra del talento de personas concretas que han pensado, han visto lejos y han creado. Porque sólo las personas son capaces, al pensar, de integrar los que parecen contrarios, de sintetizar por elevación y de utilizar la metáfora como forma de expresión. Esto no lo logran ni las máquinas ni la acumulación de capital. Ahora bien, habrá que ver lo que sucede con estas compañías tecnológicas cuando desaparezcan sus creadores o, aun antes, cuando vean amenazada su actual hegemonía por otras empresas que las superen en sus prestaciones. Ejemplos hay ya de ello. Y dejo al margen el hecho constatado de que alguna de estas compañías personales incurren ya, por la vía de la deslocalización, en alguno de los abusos más flagrantes de la vieja economía. En cierto sentido, también se puede ser apátrida viviendo siempre donde se ha nacido.
Sostengo por tanto la existencia de una nueva clase dotada de un enorme poder financiero, cosmopolita y apátrida, que aprovecha el vacío jurídico provocado por la globalización –el mundo es hoy, para algunos, un Far West–, y utiliza e instrumentaliza en su propio beneficio a corto plazo los fondos de inversión, que –en su mayoría– son incapaces constitutivamente de cualquier compromiso a largo plazo y tienen una fuerte tendencia a la elusión fiscal. Con todo ello, esta nueva clase propicia una creciente injusticia en el reparto de la riqueza, ahondando así en una desigualdad rampante que, como todo exceso, pone en riesgo el equilibrio del sistema y, por consiguiente, su misma continuidad.
Hace años que resumo esta idea en una frase: “Los ricos no tienen patria”; hoy añado: ni falta les hace