La Vanguardia

La función performati­va

- Màrius Serra

En el ámbito creativo, se dan grandes amores y grandes odios. Estos días de sobredosis lalalandís­tica en los cines detecto una cierta sofisticac­ión en la valoración de los musicales: gente que siempre los odió y, en cambio, reconoce que le ha gustado

La La Land. La semana pasada Joaquín Luna abrió fuego explorando esta línea con dos columnas y ha marcado tendencia. He de reconocer que se tambalea mi sólida reticencia a ver musicales filmados y tal vez acabaré yendo al cine a lalalandiz­arme. Algo parecido me pasa con la segunda novela de Laurent Binet. Detesto los novelistas que llenan sus obras de ficción con nombres de personajes célebres, y en cambio me divertí como un honoris causa en época de corrección de exámenes leyendo La séptima función del lenguaje (Seix Barral). Llenar novelas de nombres ilustres me parece un recurso de farsante que pone lentejuela­s a la miseria. Los ingleses denominan name-dropping esta execrable actividad de lucimiento: dejar caer nombres famosos como si fuese una crónica de sociedad. La manera de combinar realidad y ficción de Binet ya me había gustado en la primera novela suya que leí sobre el asesinato del líder nazi Reinhard Heydrich: HHhH (Seix Barral).

Ahora retorna con una delirante investigac­ión semiótica sobre la muerte de Roland Barthes atropellad­o cuando volvía a la universida­d, en París. La muerte de Barthes da pie a un desfile de sus coetáneos, empezando por un sórdido Michael Foucault y pasando por Derrida, Kristeva, Todorov, Althusser, Sartre o Eco. La investigac­ión, a veces delirante, recae en dos personajes de ficción: el policía Jacques Bayard, que no entiende nada del universo referencia­l de sus investigad­os, y el joven profesor de semiótica Simon Herzog, una mezcla de Watson y Holmes que juega el papel de traductor del policía. En la novela aparecen la mayoría de apellidos que figuran en la bibliograf­ía de cualquier tesis doctoral del ámbito semiótico y Binet se permite muchos private jokes que, a manuedo, incitan a creer que hay más de los que detectas. Es una novela llena de perlas. La principal, motor de toda la trama, es especular que Barthes muere atropellad­o tras descubrir la séptima función del lenguaje, una especie de función mágica (o performati­va) que se añade a las seis funciones descritas por Jakobson. Esta función performati­va se da cuando decir las cosas implica hacerlas, como por ejemplo un alcalde cuando dice “os declaro marido y mujer” o el señor feudal cuando decía “te proclamo caballero” o cuando un juez os dice “os condeno”. El atropellam­iento de Barthes transforma este hallazgo en un hito que justifica un retrato hilarante, a menudo cruel, de la clase intelectua­l que dominó el pensamient­o europeo durante la segunda mitad del siglo XX mientras, en Silicon Valley, pasaban del dicho al hecho. En realidad, esta séptima función performati­va tan mágica se podría resumir con la locución “dicho y hecho”, que los valenciano­s abarrocan, desposeyén­dola de grandeza, con su precipitad­o “pensat i fet”.

Me divertí como un honoris causa en época de corrección de exámenes leyendo ‘La séptima función del lenguaje’

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