Humillación en la cocina
A Alberto Chicote se le rebelan los restaurantes. Una veintena de establecimientos asegura preparar una denuncia contra el chef y la productora de Pesadilla en la cocina por presunta estafa. Según su relato, se dejaron humillar a cambio de nada.
La colección de cocineros malhablados, propietarios botarates y camareros desorientados que pasean por el programa aguantan el flagelo de Chicote con la esperanza de que les reforme el local y ahorrar así un dinero que no tienen. La renovación sale barata: te dejas pisotear la dignidad unos días y listo. Chicote hurga en la herida de restauradores al borde de la ruina. Pone el foco en ratones atrapados en la nevera, tortillas de hace una semana, fogones que no conocen el detergente y cocineros que aprendieron el oficio a través de la película Ratatouille. Muchos propietarios abrieron el restaurante como podían haber montado una funeraria. Y cuando todo se les va a pique llaman a la televisión. El reality culinario se convierte en una especie de expiación por la que se salvarán de la destrucción. Pero, ¿y si la ansiada reforma del local no llega? ¿De qué habrá servido entonces arrastrarse entre los azotes del chef?
Chicote interpreta el papel del abusón que se ceba en los derrotados. Pero hay que reconocerle que gracias a su programa ha quedado patente la cantidad de locales en los que comer se convierte en una actividad de alto riesgo. Por mucho que
Pesadilla en la cocina exagere según qué aspectos negativos, deja claro que se ha producido una burbuja del negocio de la restauración. Y además, qué va a hacer él si al público le gusta deleitarse en el dolor ajeno. La vejación se ha convertido en el motor que mueve la mayoría de realities.