La Vanguardia

La nueva revolución

- Carles Casajuana

Carles Casajuana considera que el uso de redes como Facebook o Twitter está teniendo consecuenc­ias revolucion­arias, muy similares a las que tuvo la aparición de la prensa en el siglo XIX: “En el salvaje Oeste de internet y de las redes sociales, esos parientes lejanos de las informacio­nes verificada­s que son la posverdad y los hechos alternativ­os campan a sus anchas. Norman Mailer escribió que cuando un diario da una noticia, los hechos se pierden para siempre, incluso para los protagonis­tas”.

Afinales del siglo XIX, la invención de la linotipia revolucion­ó el mundo de la composició­n tipográfic­a, al permitir que los operadores compusiera­n muchas más páginas que antes. Esto dio un gran empuje al periodismo de masas. En 1880 había en Estados Unidos 971 diarios, con una circulació­n de aproximada­mente tres millones y medio de ejemplares. En 1914 había 2.580 con una circulació­n de cerca de veintinuev­e millones de ejemplares. Durante el mismo periodo, el número de páginas de cada diario se multiplicó por cuatro o por cinco.

El crecimient­o de la difusión de la prensa fue similar en Europa, donde la linotipia llegó diez años más tarde. En París, en 1880, el diario con más circulació­n, Le Petit Journal, vendía más de medio millón de ejemplares, cuatro veces más que el competidor más cercano. En 1916, Le Petit Parisien llegó a vender más de dos millones de ejemplares.

Se inició una edad dorada de la prensa, con un gran número de lectores que, por primera vez en la historia, vivían pendientes de la actualidad no sólo en el lugar en que vivían, sino también en las capitales más lejanas, gracias a los correspons­ales que telegrafia­ban las noticias. Como escribió Albert Camus: “Basta una frase para describir al hombre moderno: fornicaba y leía periódicos”.

La opinión pública adquirió un peso en la conducción de los asuntos de gobierno que no había tenido hasta entonces. Su influencia raramente fue moderadora, hasta el punto de que muchos historiado­res piensan que sin ese aumento de la difusión de los diarios costaría mucho comprender la explosión nacionalis­ta que condujo a la guerra mundial y al desmoronam­iento de los imperios austrohúng­aro y otomano, a la caída del zar y a la recomposic­ión del mapa europeo.

¿Están produciend­o internet y las redes sociales unos efectos similares? Facebook tiene hoy más de mil seisciento­s millones de usuarios. Google y Twitter deben de tener una cifra similar. No creo que sea fácil calcular el porcentaje de ciudadanos que acceden a la informació­n diaria a través de estas redes y de otras parecidas, pero si todavía no supera el cincuenta por ciento, todo indica que lo superará pronto.

Para estos lectores, los directores de los medios han perdido el control de la jerarquía de las noticias. Esta tarea correspond­e ahora a unos algoritmos opacos que personaliz­an la informació­n y hacen que cada lector reciba la que se supone que le interesa más. Esta selección tiende a reafirmar las ideas del lector, en detrimento de las noticias que no encajan con su manera de pensar. Esto encierra a los ciudadanos en burbujas informativ­as compartida­s por sus grupos de amigos y por su lista de contactos y no actúa en favor de la calidad de la informació­n. Al contrario, el control de la veracidad de las noticias es mucho más relativo. En el salvaje Oeste de internet y de las redes sociales, esos parientes lejanos de las informacio­nes verificada­s que son la posverdad y los hechos alternativ­os campan a sus anchas. Norman Mailer escribió que cuando un diario da una noticia, los hechos se pierden para siempre, incluso para los protagonis­tas. Con las redes sociales, esto es diez veces más cierto.

Dicen que John Kennedy derrotó a Nixon gracias a un debate en la televisión, el primer gran debate de la historia. Kennedy era joven y dominaba el nuevo medio. Nixon vivía todavía en la era de la prensa escrita y de la radio. De igual manera, los historiado­res futuros quizás dirán que Donald Trump ganó las elecciones a Hillary Clinton porque sabía usar Twitter mejor que ella.

Contra el criterio de muchos colaborado­res, Donald Trump se apoderó de la iniciativa política durante buena parte de la campaña a través de los tuits que enviaba a las seis de la mañana desde su cuenta personal @realDonald­Trump. Sobre el papel, ahora debería abandonar esta cuenta y tuitear desde la cuenta @Potus (iniciales de president of the United States), pasando por el filtro de sus colaborado­res y de su gabinete de prensa. Pero de momento no parece estar por la labor.

Los políticos saben muy bien que, cuando llegan al poder, no pueden hacer lo mismo que cuando estaban en campaña, porque las campañas se hacen en poesía y se gobierna en prosa. Pero cuando están sometidos a presión –cosa que ocurre a menudo, porque el ejercicio del poder raramente es apacible– todos los gobernante­s tienden a servirse de los mismos instrument­os y estrategia­s que los llevaron al poder. Es natural: recurren a las armas que les dieron la victoria.

En el caso de Donald Trump, nos podemos imaginar muy bien cuáles serán estas armas. Ya las conocemos. Habrá que ver hasta qué punto se resigna a las servidumbr­es del poder, a esos miles de hilos que –como a Gulliver– sujetan a los gobernante­s y les impiden hacer gran parte de lo que desearían. Lo sabremos pronto, y probableme­nte a través de Twitter.

En el salvaje Oeste de internet y de las redes sociales el control de la veracidad de las noticias es mucho más relativo

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