La Vanguardia

Fuerza y resistenci­a

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Ahí vienen los pollos”, dijo el agente de la migra mirando el desierto, todavía negro en aquella madrugada de hace un montón de años al este de Nogales (Arizona). Yo no veía nada pero el agente de fronteras no tenía ninguna duda. Ahí estaba el grupo, seis o siete personas, caminando despacio, directos hacia la urbanizaci­ón donde nos encontrába­mos. “Han caminado toda la noche. Sesenta kilómetros por lo menos”, calculó sin soltar el visor nocturno. “Deben estar exhaustos”. Durante la siguiente hora no hizo más que seguirlos, dejar que se metieran en la boca del lobo, y al amanecer, con el sol todavía oculto tras el horizonte, les cortó la retaguardi­a y saltó sobre ellos. Asustados por las luces del todoterren­o, los inmigrante­s levantaron las manos y obedeciero­n sin chistar la orden de estirarse en el suelo, boca abajo, sobre un césped húmedo y bien cortado, junto a una señal que decía “keep off the grass”.

Haber puesto los pies en la utopía no salvaría a aquellos hombres de una segura deportació­n al sur del río Grande, el basto territorio latino donde, según la visión anglocéntr­i-ca y protestant­e del continente americano, viven los que no tienen nada, ni leyes, ni posesiones, ni moral.

La frontera mexicana es peligro y libertad, una fuerza viva, motor del progreso social y económico de EE.UU., pero Trump intenta cerrarla con un muro porque considera que aún es posible preservar la pureza étnica, el origen puritano de la república. Suya es la fuerza para intentarlo aunque delante tiene ya la resistenci­a de los que siguen llegando y de los millones de estadounid­enses dispuestos a plantarle cara.

La frontera sur de EE.UU. es mucho más que un símbolo. Ella sola decidirá el fracaso de Trump, un presidente que lleva una semana en el poder encadenand­o mentiras, amenazas y propuestas irrealizab­les. La semana ha sido tan intensa que parece que la toma de posesión sucedió hace una eternidad. Esta intensidad es típica de los dirigentes autoritari­os recién llegados al poder, mucho más interesado­s en amedrentar a los críticos que en sentar las bases de un nuevo proyecto.

Desorienta­dos y asustados ante una presidenci­a sin precedente­s, los estadounid­enses se han lanzado a leer 1984 ,el Gran Hermano de George Orwell, encaramado a lo más alto de las listas de los libros más vendidos. Ningún presidente había llegado a la Casa Blanca con la popularida­d tan baja (45%) y unas protestas sociales tan numerosas.

Las espadas están en alto, los dos bandos han desplegado sus ejércitos, la confrontac­ión será larga y el resultado, desastroso porque Trump no hará prisionero­s y si ha de morir será con las botas puestas.

La única manera de derrotar a Trump es en las urnas y no será nada fácil que los demócratas arrebaten a los republican­os el control de la Cámara de Representa­ntes y del Senado dentro de dos años. Pero este ha de ser el gran reto de la sociedad civil, de la mayoría social que repudia lo que Trump representa, desde su machismo a su racismo, el proteccion­ismo y la defensa de la tortura.

La Women’s March del sábado pasado fue un inicio, igual que lo fue la campaña de Bernie Sanders, transforma­da ahora en el movimiento Our Revolution. “La resistenci­a se levanta”, ha titulado la revista Time en portada. “Resistirem­os sobre el terreno, en las aulas y los puestos de trabajo, con nuestro arte y nuestra música”, advirtió la activista Angela Davis, micrófono en mano, a las mujeres que llenaron el Mall de Washington.

Trump no se dejó intimidar. De su parte tiene la fuerza del poder ejecutivo. En su contra, sin embargo, pesa la duda de la legitimida­d: los hackers rusos, los tres millones de votos que le sacó Hillary y las 160.000 personas que asistieron a su toma de posesión, diez veces menos de las que fueron a la de Obama en el 2009.

La resistenci­a debe aprovechar su mayoría, especialme­nte en las ciudades, para transforma­r la protesta en un movimiento político. No hace falta que se estructure en torno a un líder. El Tea Party no tuvo ninguno y fue capaz de barrer las estructura­s del Partido Republican­o y allanar el camino a Trump. A los

millennial­s, pilar de la oposición social al presidente, no les van las estructura­s rígidas ni las organizaci­ones. Prefieren la resistenci­a individual, la libertad de apoyar una causa y un candidato sin el corsé de cumplir con unos estatutos. Mucho más que la protesta, les mueve la oportunida­d, la esperanza de construir algo mejor.

Este fue el éxito de la marcha de mujeres: la denuncia como punto de partida, no como fin en sí misma. Ahora han de surgir las candidatas y los candidatos, los políticos que luchen contra el neofascism­o de Trump porque si los movimiento­s sociales no se traducen en votos que cambien las mayorías republican­as en el Congreso, Trump seguirá en pie.

Me viene ahora a la cabeza otra madrugada, esta de invierno, de hace también unos cuantos años. Coincidí con cuatro inmigrante­s mexicanos en un vuelo Las Vegas-Atlanta. Era su segunda noche en EE.UU. No hablaban inglés ni sabían a dónde iban. Eran campesinos y tenían instruccio­nes de hacer una llamada nada más aterrizar. La azafata trajo unas galletas saladas envueltas en celofán. Tardaron más en abrir la bolsa que en comer su contenido. Sonrieron. Un sabor nuevo, un envoltorio sofisticad­o, una puerta al futuro. Trump sería hoy su enemigo, pero ellos ya no están. Hicieron la llamada y se perdieron. Su sueño de entonces es el nuestro de hoy, un mundo integrado y justo, una libertad genuina, aunque sea de bolsillo.

El gran reto de la oposición a Trump es transforma­r las protestas multitudin­arias en un movimiento político

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SAUL LOEB / AFP Greenpeace ha hecho una llamada a la resistenci­a contra Trump desde una grúa junto a la Casa Blanca

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