Trump y anti-Trump
Trump no ha decepcionado a sus fanáticos (y minoritarios) seguidores. En su primera semana está llevando a la práctica, por decreto, sus promesas de instaurar un nuevo régimen ultranacionalista y xenófobo. Aun sin haber completado su Gabinete ya ha tomado decisiones duras y de largo alcance. Empezando por la construcción de ese muro de la vergüenza que separaría a Estados Unidos y México a lo largo de su extensa frontera con un coste de 15.000 millones. Pero es su propósito humillar a México (recuerden su frase: país “exportador de criminales y violadores”) haciéndole pagar el muro, lo que ha desencadenado una crisis sin precedentes que amenaza con ruptura de tratados comerciales de Norteamérica. Peña Nieto intentó atenuar la crisis porque una subida del 20% de los aranceles estadounidenses perjudica sobre todo a México (80% de sus exportaciones van a Estados Unidos) y a las empresas estadounidenses que producen en México, otro objetivo de Trump. Pero, por dignidad del país y conveniencia política, ha tenido que cancelar el encuentro con Trump. Puede ser un grave perjuicio para México, pero también va a reforzar la unidad de los mexicanos contra agresiones imperialistas que se creían superadas. Más allá de México, Trump ya ha pedido renegociar los tratados comerciales con el Pacífico y con el Atlántico, resucitando el proteccionismo y poniendo en cuestión la globalización por la que tanto han trabajado empresas y gobiernos de todos los países en las dos últimas décadas, hasta el punto de pensarla irreversible. Siempre olvidan los neoliberales que lo que decide la economía mundial son decisiones políticas, como fue en su momento la globalización y la unión europea, y que estas decisiones dependen de lo que piensen y voten los ciudadanos. Se vislumbra así un nuevo desorden económico mundial.
La otra vertiente de la xenofobia nacionalista es el inicio de la deportación en masa de trabajadores indocumentados y de sus hijos, que crearía enormes problemas en la economía de estados como California o Texas, pero también Nueva York y Florida, que dependen de esa mano de obra en todos los sectores. Además, millones de esos trabajadores están enraizados en comunidades multiculturales, defendidas por organizaciones cívicas y religiosas y ayuntamientos que van a resistir las órdenes de deportación. Empezando por más de un centenar de campus universitarios, así como grandes ciudades como San Francisco o Los Ángeles, o incluso el estado de California, con su gobernador Jerry Brown en postura desafiante. Trump amenaza con todo, cortando los subsidios federales a los municipios e incluso, en el caso de Chicago, enviando cuerpos de seguridad federales para controlar el orden público y asegurar las deportaciones. Un clima de guerra civil, incluso entre instituciones, empieza a percibirse. Todo lo hecho por Obama, empezando por la creación de un seguro de salud para todos, lo está deshaciendo Trump en una semana. La preocupación se extiende en el establishment republicano que sienten que este presidente está fuera de control, como siempre temieron, aunque no se atreven a enfrentarse abiertamente y prefieren esperar a que se someta al proceso legislativo en donde esperan moderar sus ímpetus. Vana esperanza. Trump es un narcisista mesiánico que sólo presta atención a lo que concuerda con lo que él piensa.
Ahora bien, según el conocido fenómeno de acción y reacción, la oposición a Trump también ha alcanzado extraordinaria intensidad desde el primer día de su mandato. La sociedad estadounidense, en contra de lo que se piensa en Europa, es una sociedad viva y activa, con un alto nivel de movilización cuando sus distintos sectores se sienten atacados. Tal fue el caso de los movimientos sociales en los años sesenta y setenta que cambiaron leyes e instituciones, obligaron a terminar la guerra de Vietnam y se llevaron por delante a un presidente (Nixon) que aunque tramposo nunca alcanzó los niveles de peligrosidad social del actual. Un millón de personas, sobre todo mujeres, se manifestaron en Washington, y otro millón en el resto de las ciudades del país, secundadas solidariamente por miles de personas en todo el mundo. Ni caso, obviamente. Y, como siempre en estas situaciones, cínicos, periodistas y políticos consideran que todo esto no tiene efectos políticos y las parlamentarias del 2018 están muy lejos. En España también se decía esto con el 15-M, aunque hoy pocos se atreverían a afirmarlo seriamente, después de que las fuerzas políticas resultantes de aquel movimiento gobiernen Madrid, Barcelona, Valencia, A Coruña y demás, y que Podemos y sus confluencias hayan cambiado las coordenadas de la política española. Incluso en Estados Unidos el efecto político (siempre retardado) de Occupy Wall Street se expresó con la candidatura de Bernie Sanders en las primarias demócratas que perdió por poco en parte por las trampas del aparato demócrata.
Lo que se está gestando en Estados Unidos es un movimiento social de largo alcance que empieza por la resistencia a la agresión de Trump pero que está redefiniendo la relación entre sociedad y política, empezando por un nuevo movimiento de mujeres que luchan por su dignidad. Cierto es que entre las mujeres blancas de baja educación Trump superó a Clinton en 28 puntos, pero eso fue sobre todo problema de una candidata del establishment que nunca conectó con las mujeres populares. Ahora empieza a surgir Elizabeth Warren, senadora por Massachusetts, como alguien que puede relacionarse con ese movimiento desde el sistema político.
Hay además un factor nuevo en la política estadounidense. La guerra declarada entre Trump y los medios, con la excepción parcial de Fox. Fue la combinación de movimiento y periodismo lo que destruyó a Nixon. Y tal será la fórmula que acabará con Trump. Pero dejando tras de sí un país dividido y un mundo en trance.
Fue la combinación de movimiento y periodismo lo que destruyó a Nixon, y esa fórmula acabará con Trump, pero dejando un país
dividido