Conmemorar el talento marciano
El pretexto de la comida quedó en segundo plano ante la nostalgia del reencuentro
Han empezado las prisas por conmemorar el estreno, hace veinte años, del Crónicas marcianas más noctámbulo y pendenciero. La fidelidad visceral con la que el programa fue seguido, elogiado y criticado se ha visto sometida a la mutación correctora del paso del tiempo y hoy parece que se someta a una benevolencia retrospectiva que alterna un trato reservado a los clásicos y, al mismo tiempo, una indulgencia mitificadora que ensombrece la riqueza de los matices. Continuando con su gira inmobiliaria, Mí casa es la tuya (Telecinco) invitó a Javier Sardà y Boris Izaguirre para charlar sobre su triunfante pasado marciano. La conversación, fragmentada, desigual y a cuatro bandas, pasó por los anfitriones, Bertín Osborne y Fabiola Martínez, y por sus invitados, abducidos por un éxito que mantienen en otros ámbitos. En el diálogo inicial entre Osborne y Sardá, se notó que el invitado deseaba dejar clara su inquietud de no transmitir una imagen equivocada o banal. Con la aquiescencia pasiva de su anfitrión, Sardá supo marcar diferencias reconciliables entre un hijo de proletarios de Sant Andreu de infancia en blanco y negro y de izquierdas y un hijo de papá propulsado por las oportunidades, la propia ambición y el efecto intimidador del apellido. Dos Españas compartiendo sofá y, en la cocina o en el vestidor, dos Venezuelas compartiendo un exilio privilegiado.
INTERPRETAR EL PASADO. A diferencia de otras ediciones del formato, el pretexto de la comida quedó en segundo plano ante la nostalgia del reencuentro y la necesidad de confirmar que Izaguirre sigue siendo único a la hora de frivolizar el exceso de trascendencia y de dar trascendencia a la frivolidad. Sardá, en cambio, pese a haber practicado el sentido de la diversión hasta las últimas consecuencias, necesita sentirse arropado por el aplauso o, como mínimo, por un nivel de complicidad que vaya más allá de una reacción epidérmica y le permita mantener un grado de libertad inusual en la primera línea mediática. “La gente mira la tele con la misma expresión que la de los que salen por la tele”, dijo insinuando un principio de teoría. Pero si este principio se aplicara a muchos momentos de Crónicas marcianas, la expresión del espectador alternaría épocas de satisfacción y asombro y, en otros momentos, muecas de paroxismo anfetamínico altamente vicioso. Sin ánimo de fastidiar la indulgencia conmemorativa, me apetece recordar la novela
Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. Es una excelente historia que, a la hora de describir el contexto de la época, incluye esta descripción: “Con aquel programa se abrió la veda. Ese programa permitió que mi generación se riera de todo el mundo. No de todas las cosas, sino de todas las personas. (...) Por las noches yo mismo veía el programa, no me quedaba más remedio, en lugar de leer o de estudiar o de ver una película me quedaba frente al televisor después de que mis padres se acostasen y durante una o dos horas me revolcaba en toda aquella miseria para poder tener algo de que hablar al día siguiente”.