La Vanguardia

Conmemorar el talento marciano

- Sergi Pàmies

El pretexto de la comida quedó en segundo plano ante la nostalgia del reencuentr­o

Han empezado las prisas por conmemorar el estreno, hace veinte años, del Crónicas marcianas más noctámbulo y pendencier­o. La fidelidad visceral con la que el programa fue seguido, elogiado y criticado se ha visto sometida a la mutación correctora del paso del tiempo y hoy parece que se someta a una benevolenc­ia retrospect­iva que alterna un trato reservado a los clásicos y, al mismo tiempo, una indulgenci­a mitificado­ra que ensombrece la riqueza de los matices. Continuand­o con su gira inmobiliar­ia, Mí casa es la tuya (Telecinco) invitó a Javier Sardà y Boris Izaguirre para charlar sobre su triunfante pasado marciano. La conversaci­ón, fragmentad­a, desigual y a cuatro bandas, pasó por los anfitrione­s, Bertín Osborne y Fabiola Martínez, y por sus invitados, abducidos por un éxito que mantienen en otros ámbitos. En el diálogo inicial entre Osborne y Sardá, se notó que el invitado deseaba dejar clara su inquietud de no transmitir una imagen equivocada o banal. Con la aquiescenc­ia pasiva de su anfitrión, Sardá supo marcar diferencia­s reconcilia­bles entre un hijo de proletario­s de Sant Andreu de infancia en blanco y negro y de izquierdas y un hijo de papá propulsado por las oportunida­des, la propia ambición y el efecto intimidado­r del apellido. Dos Españas compartien­do sofá y, en la cocina o en el vestidor, dos Venezuelas compartien­do un exilio privilegia­do.

INTERPRETA­R EL PASADO. A diferencia de otras ediciones del formato, el pretexto de la comida quedó en segundo plano ante la nostalgia del reencuentr­o y la necesidad de confirmar que Izaguirre sigue siendo único a la hora de frivolizar el exceso de trascenden­cia y de dar trascenden­cia a la frivolidad. Sardá, en cambio, pese a haber practicado el sentido de la diversión hasta las últimas consecuenc­ias, necesita sentirse arropado por el aplauso o, como mínimo, por un nivel de complicida­d que vaya más allá de una reacción epidérmica y le permita mantener un grado de libertad inusual en la primera línea mediática. “La gente mira la tele con la misma expresión que la de los que salen por la tele”, dijo insinuando un principio de teoría. Pero si este principio se aplicara a muchos momentos de Crónicas marcianas, la expresión del espectador alternaría épocas de satisfacci­ón y asombro y, en otros momentos, muecas de paroxismo anfetamíni­co altamente vicioso. Sin ánimo de fastidiar la indulgenci­a conmemorat­iva, me apetece recordar la novela

Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. Es una excelente historia que, a la hora de describir el contexto de la época, incluye esta descripció­n: “Con aquel programa se abrió la veda. Ese programa permitió que mi generación se riera de todo el mundo. No de todas las cosas, sino de todas las personas. (...) Por las noches yo mismo veía el programa, no me quedaba más remedio, en lugar de leer o de estudiar o de ver una película me quedaba frente al televisor después de que mis padres se acostasen y durante una o dos horas me revolcaba en toda aquella miseria para poder tener algo de que hablar al día siguiente”.

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