La Vanguardia

Negacionis­tas de pacotilla

- Màrius Serra

Esta semana se ha inaugurado el Museu Joan Fuster en la calle Sant Josep de Sueca. Es una instalació­n cultural espléndida, de corte clásico. La museizació­n de la casa de un escritor hecha con sentido de la proporción y una combinació­n adecuada entre los componente­s archivísti­co y expositivo. De hecho, el Espai Joan Fuster abarca dos casas, la residencia del escritor y la casa contigua de Pasqual Fos, que comparten un patio interior abierto que acoge actividade­s culturales. En la planta baja, donde quedará instalada una exposición permanente, se reconstruy­e la atmósfera de la casa de Fuster desde el relato museístico, sin reproducci­ones forzadas ni mixtificac­iones de cartón piedra, y esta recreación convive con una adecuada conservaci­ón del fondo fusteriano: papeles, libros, obras de arte y otros objetos que el poderoso imán de la curiosidad de Joan Fuster atrajo hacia el centro del mundo de Sueca. El número 10 de la calle Sant Josep fue un verdadero centro de peregrinac­ión y la vasta mayoría de la intelectua­lidad valenciana conserva recuerdos de las largas veladas que pasó allí. Horas llenas de humo, palabras, coñac y pensamient­o crítico que conforman el legado intelectua­l más potente de la historia del País Valenciano. Lo sabemos porque la mayoría de visitantes lo ha acabado explicando, de un modo u otro. La casa de Joan Fuster fue un centro irradiador de pensamient­o crítico sin el cual no se explicaría el actual País Valenciano. Los fusteriano­s del mundo están de enhorabuen­a.

Pero ningún observador forastero será capaz de detectar la verdadera singularid­ad mistérica del museo. Ningún zahorí bien equipado no podrá registrar las vibracione­s que debe haber dejado en él la bestia del miedo. Miedo al pensamient­o, miedo al cuestionam­iento, al análisis, a Fuster y al fusteriani­smo. La casa de Joan Fuster sufrió dos atentados con artefactos incendiari­os en noviembre de 1978 y septiembre de 1981, cuyas víctimas principale­s fueron los volúmenes de su nutrida biblioteca. Dos atentados cobardes que bautizaron con fuego el espacio ahora museizado. No fueron las únicas muestras de miedo a la cultura que se dieron en aquellos años. Hay que recordar que en los ochenta la quema de libros era una de las actividade­s recreativa­s de la ultraderec­ha. De hecho, el primer cuento que publiqué fue en un volumen titulado Crema de Maga (Laia, 1987) porque en 1986 unos fascistas quemaron la librería Maga en el barrio del Guinardó. Pero el verdadero misterio del Museu Joan Fuster es que subvierte las leyes del tiempo. Hacía muchos años que estaba a punto. Se visitaba en petit comité y trabajaban documental­istas. A los que íbamos las autoridade­s locales nos explicaban que la Generalita­t (gobernada por el PP) había destinado recursos públicos sin especifica­rlo, en partidas etiquetada­s como “gastos varios” para no tener que escribir el nombre de Joan Fuster en los diarios oficiales de la administra­ción valenciana, no fuera caso que la realidad contradije­se sus prejuicios. Negacionis­tas de pacotilla, timoratos y zopencos, ya era hora. Llamemos a las cosas por su nombre.

El misterio del Museu Joan Fuster es que subvierte las leyes del tiempo; hacía años que estaba a punto

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