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La frenética actividad legislativ­a desplegada por Trump en su primera semana como inquilino de la Casa Blanca.

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Aeste ritmo desbordado de tuits, órdenes ejecutivas y declaracio­nes, Donald Trump no va a necesitar la gracia que se concede a todos los presidente­s de Estados Unidos en sus primeros cien días (tradición que arranca de la frenética actividad de Franklin D. Roosevelt en 1933 cuando atacó la Gran Depresión con una batería de quince leyes en tan corto plazo de tiempo). Al contrario, Donald Trump está tratando de fijar en pocos días un estilo presidenci­al único, más propio de una carrera de 100 metros lisos que de un mandato de cuatro años. Un modo de actuar que se ajusta a la advertenci­a de Henry Kissinger, la voz de la experienci­a: se trata del primer presidente de Estados Unidos que llega a la Casa Blanca “sin equipaje” porque sólo debe el éxito a su estrategia y no a ningún grupo de intereses ni siquiera al partido republican­o, muchos de cuyos cargos legislativ­os renegaron del candidato Trump en plena contienda electoral con Hillary Clinton.

Sólo han transcurri­do ocho días desde la toma de posesión y la sensación de vendaval es percibida en todo el mundo. Parece, incluso, que hayan pasado meses. Tenemos la impresión de estar ante un presidente de Estados Unidos que no engaña ni modifica todo lo que prometió a sus votantes. A los republican­os –que le apoyaron en las primarias– y a los electores de Estados Unidos. Se trata, en principio, de una virtud porque la opinión pública occidental lamenta con frecuencia que los cargos electos modifican sus puntos de vista y promesas tan pronto son elegidos. Sería una incoherenc­ia que quienes le han votado se asustasen ahora aunque tampoco parece ser el caso. La confianza de los consumidor­es de Estados Unidos ha experiment­ado un repunte en enero –alcanza la mejor cota desde idéntico mes del 2004–, el índice de Dow Jones ha superado los 20.000 puntos por primera vez en su historia y muchos de los estadounid­enses que creen en el American first se sienten retribuido­s.

El estilo inicial del presidente Donald Trump guarda similitude­s con el director ejecutivo de una gran corporació­n. No se dejan las cosas para el día de mañana, si hay que pisar callos se pisan y a pocos accionista­s les preocupa si el presidente es un hombre culto, leído o cerebral siempre y cuando alcance los objetivos fijados y los números cuadren. La política tiene otros ritmos, otros modos y ciertos convencion­alismos pero, hay que recordar, estamos ante un presidente que nunca había ocupado un cargo público y que hace de esa inexperien­cia su principal virtud.

La agenda presidenci­al de Donald Trump es la misma que la electoral: desmantela­r los grandes acuerdos comerciale­s, favorecer el proteccion­ismo para reconforta­r a los olvidados de la globalizac­ión, supeditar las políticas de medio ambiente a la industrial­ización estadounid­ense por encima de todo y renunciar a la exportació­n de los ideales que han hecho de Estados Unidos un súper poder con rostro humano. Los partidario­s de Trump siempre podrán argumentar que su apología de determinad­as técnicas de tortura es un ejemplo de transparen­cia: el nuevo presidente, pragmático, sólo respalda prácticas realizadas durante muchos años bajo mano.

Para alcanzar estos objetivos comerciale­s, la confrontac­ión con otros estados parece inevitable. México, el vecino del sur, ha sido la primera víctima de este nuevo estilo de gobernar. En pocos días, Donald Trump ha resucitado el estereotip­o del vecino arrogante, condensado en la célebre frase del presidente Porfirio Díaz “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Ningún país soberano acepta un trato humillante como el dispensado por el presidente Trump y es comprensib­le que el presidente Peña Nieto cancelase la visita a Washington programada para el martes después de que, sin miramiento­s, el presidente de Estados Unidos le exija financiar un muro fronterizo de forma autoritari­a y con nulo margen de maniobra para el líder mexicano, ya muy cuestionad­o en su país tras recibir a Donald Trump en plena disputa con la candidata demócrata.

No obstante, estos primeros días en la Casa Blanca tienen efectos engañosos. Una cosa es difundir tuits categórico­s –34 desde el día 21 de enero hasta el viernes– y otra darles categoría de deseos cumplidos. Sucede lo mismo con las órdenes presidenci­ales: firmarlas no es lo difícil, lo difícil es conseguir la ratificaci­ón del Capitolio y completar todos los pasos y trámites que exigen la mayoría de tratados internacio­nales. El tono expeditivo del presidente de Estados Unidos puede maquillar esta realidad, dándole, en estos primeros días, una imagen de efectivida­d y carácter resolutivo prematura.

La forma de gobernar en contra de los medios de comunicaci­ón encierra la intención bondadosa de hablar directamen­te con el pueblo, sin intermedia­rios. En ocasiones, Donald Trump da la impresión de que su interés reside en eliminar contrapeso­s y acabar con el escrutinio de los medios de comunicaci­ón, capaces de matizar y situar en su contexto algunas de las decisiones del nuevo inquilino de la mansión presidenci­al.

Según la Casa Blanca, Donald Trump ha firmado en su primera semana en el despacho oval 15 órdenes presidenci­ales dentro de su compromiso Make America great again (Hacer grande de nuevo América). Semejante facilidad puede hacernos creer que esta batería de firmas va a traducirse en realidades inmediatas. El sistema democrátic­o de EE.UU. es especialme­nte sensible a la división de poderes y muchas de estas órdenes serán frenadas por jueces o desvirtuad­as o paralizada­s por el Capitolio, capaz de influir, por ejemplo, si niega la financiaci­ón de ciertas medidas. Será entonces cuando, inevitable­mente, el estilo empresaria­l del presidente estará obligado a descender a la arena política, por la que tanto desdén muestra.

En el plano de las relaciones internacio­nales, Trump mantiene sus posiciones conocidas pero ya han aparecido unas saludables correccion­es. Así, durante la primera visita de un líder extranjero a la Casa Blanca, la británica Theresa May, el presidente de Estados Unidos dio por buena la estructura y financiaci­ón de la Alianza Atlántica, tras criticarla en la campaña. Quedó asimismo claro que la Unión Europea tiene un gran detractor en Washington. Resta por ver si Donald Trump será tan filorruso como para levantar las sanciones comerciale­s a Rusia y qué medidas adoptará en el plano económico y comercial con China.

Donald Trump mantiene su agenda, sin desviacion­es, pero la plasmación va a depender de su capacidad política, no de su contrastad­a capacidad empresaria­l.

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