La Vanguardia

Unión contra la violencia

Grupos de mujeres de la República Centroafri­cana se ayudan entre ellas y acogen a desplazado­s plantando cara a la violencia

- ROSA M. BOSCH Batangafo (República Centroafri­cana)

Un grupo de mujeres se ha unido en la República Centroafri­cana para comenzar de nuevo tras de la guerra.

Juntas tenemos mejores ideas”, reflexiona Hadzara Mahamat, una de las integrante­s de un grupo de 46 mujeres que se ayudan entre ellas para salir adelante en Batangafo, una de las zonas de la República Centroafri­cana (RCA) tocadas por los combates. La afirmación formulada por Hadzara, de 32 años y con ocho hijos a su cargo, es secundada por sus compañeras en uno de sus periódicos encuentros para analizar cómo le va a cada una de ellas y decidir a quién conceden una suerte de microcrédi­tos. Todas regresaron a la RCA el pasado septiembre tras pasar varios años en campos de refugiados del vecino Chad. En países devastados por la guerra como la RCA no son pocos los ejemplos de resilienci­a y altruismo entre personas que lo tienen casi todo en contra.

“Mi marido se quedó en Chad con otra mujer. Yo soy la que estoy criando a mis ocho niños, el más pequeño de un año y medio”, explica Hadzara, que acoge en su casa de Batangafo a Zenabou, a cuyo marido mataron durante la guerra, y a Amira, también sola. Las tres madres suman 16 hijos. Hadzara cuenta que es de lo más normal que quien tenga una vivienda en pie cobije a quien no tiene techo. Comparten comida y se cuidan entre ellas. “La solidarida­d es necesaria para superar el pasado”, sentencia Hadzara, rodeada de chiquillos y echando una ojeada a la gigantesca olla de la cena.

El grupo que han creado se llama algo así como “Quien busca encuentra”. “Ya funcionaba antes de la guerra, pero ahora que hemos vuelto a Batangafo lo hemos reactivado. Juntas podemos hacer mucho más, tenemos más posibilida­des de mejorar nuestra situación. Somos 46 participan­tes que cada semana ponemos 200 francos CFA (30 céntimos de euro). Todo lo recaudado se lo damos a una de nosotras para que monte un puesto, de zumo de naranja, de cacahuetes, de jabón artesanal, de patatas...”, añade. “Muchas no tenemos marido, el mío también se quedó en Chad, pero las que lo tienen no les cuentan que nos repartimos dinero para iniciar pequeños negocios. Yo, en cuatro semanas, he podido devolver el crédito, compro naranjas por 25 francos CFA el kilo y las vendo a 50. Los beneficios me dan para alimentar a mis cuatro hijos”, detalla Hadje Dada, la primera beneficiar­ia de este banco de mujeres que viven en Lakouanga, el barrio musulmán de Batangafo, en el que la oenegé Oxfam proyecta la habilitaci­ón de varios puntos de agua.

Achata Amadou, de 65 años, ha recibido un préstamo que le ha servido para mantener un puestecill­o de jabón de aceite de palma y cuatro cosas más. “Estoy obligada a mejorar la vida de mis seis nietos. Sany, de seis años, ha adelgazado mucho”, afirma. Las cosas empezaron a ir mal a finales de 2012, cuando estalló la guerra. “Una mañana estaba preparando el té y oí tiros, los antibalaka atacaron el pueblo. Las mujeres y los niños corrimos al bosque y mi marido y cuatro de mis seis hijos varones se quedaron en casa, donde los atraparon y mataron a todos”, relata. Achata empezó un periplo con seis nietos.

Entonces Sany, el pequeño, tenía sólo dos años y lo llevaba a cuestas. “Nada más llegar a Chad una familia nos acogió. Yo los ayudaba en los trabajos del campo y a cambio me daban cacahuetes para que los vendiera y ganara algo. Luego nos instalamos en el campamento de refugiados de Sido. Sobrevivía­mos haciendo pastelillo­s y comerciand­o con mijo. Pero la situación empeoró en Chad, apenas teníamos comida y volvimos a Batangafo en septiembre”, explica Achata junto a Sany, que ya ha cumplido los seis años. El día que mataron a los suyos quemaron su casa y si ahora duerme a cubierto es gracias al apoyo de parientes y amigos que le han cedido una vivienda y la han ayudado con algo de dinero.

De los 4,8 millones de habitantes de RCA, cerca de 434.000 viven desplazado­s dentro del país y 452.000 siguen refugiados en namañana ciones vecinas a causa de los combates que se iniciaron en diciembre del 2012 entre las milicias Seleka, de mayoría musulmana, y los antibalaka, principalm­ente cristianos.

En la capital, Bangui, una veintena de vecinos se afanan en sacar la vegetación que invade lo que queda de sus casas en la zona de Sara Kaba Union. Todos forman parte de la Asociación por la Paz, un movimiento ciudadano creado para actuar en los enclaves más devastados por la guerra con el fin de animar a la gente a reconstrui­r sus barrios. “A mi marido lo dejaron paralítico y nos fuimos a vivir al campo de desplazado­s Castor, como todos los que estamos aquí limpiando. Venimos cada día de siete a doce de la para sacar la maleza con machetes y rastrillos. Todavía no podemos volver a instalarno­s aquí por dos motivos, uno es la insegurida­d y otro porque no tenemos dinero para comprar ladrillos para levantar nuestras casas”, detalla Hélène Kilo, de 55 años, en un exuberante entorno de mangos y palmeras. Junto a ella Alphonsine, Jean Pierre y también Magali, de solo once años, se afanan en sacar la maleza.

También en Bangui, en el barrio de Bimbo, se repiten las historias de solidarida­d. Sonia Tokpa es la secretaria

Hadzara, con ocho hijos a su cargo, alberga a otras diez personas que la guerra dejó sin techo Angeline: “Yo no conocía a los desplazado­s que alojo en casa, ¡pero cómo iba a dejarlos en la calle!”

de otro grupo de 30 mujeres que antes de la guerra se asociaron para impulsar una pequeña cooperativ­a que transforma y vende harina de mandioca, cacahuetes y pistachos. Tras un impasse a causa de la guerra, desde hace unos meses han retomado la iniciativa animadas por Oxfam, que les facilita material y les imparte cursos. Estas mujeres inconformi­stas y con empuje, muchas viudas, hacen funcionar el negocio a la vez que procuran por el bienestar de la comunidad acogiendo bajo sus techos a los más desamparad­os. “Aunque tenemos muy poco no podemos abandonar a nadie. Si yo tengo dos vestidos le doy uno a quien lleva harapos”, afirma en voz alta Angeline Waye, una anciana con mucho carácter y con diez nietos bajo su responsabi­lidad. “Yo no conocía a los desplazado­s que alojo en casa, ¡pero cómo iba a dejarlos en la calle!”, exclama Angeline, quien a sus más de 60 años, además de su ocupación en la cooperativ­a, se saca un dinero extra recogiendo leña y ayudando en trabajos del campo.

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PABLO TOSCO / OXFAM INTERMÓN maleza en lo que queda de su casa. A la izquierda, Achata Amadou con su nieto pequeño, Sany, de seis años, en una de las reuniones que mantiene cada semana con otras 45 mujeres en Batangafo, en el norte de República Centroafri­cana
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limpieza. Arriba, Hélène Kilo, una de las integrante­s de la Asociación por la Paz, un movimiento ciudadano creado para impulsar la recuperaci­ón de los barrios de Bangui devastados por la guerra. En la foto, Hélène saca la
ROSA M BOSCH Brigadas de la limpieza. Arriba, Hélène Kilo, una de las integrante­s de la Asociación por la Paz, un movimiento ciudadano creado para impulsar la recuperaci­ón de los barrios de Bangui devastados por la guerra. En la foto, Hélène saca la

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