Un chico de Sants en el Tercer Reich
La historia de Manel Masip, que partió en el primer tren con trabajadores españoles a Alemania en 1941 y que regresó a casa dos años después
El pasado vive en cajas. Allí se almacenan notas, fotos, cartas... A veces esas cajas son como una venda, que protege del dolor causado por tiempos de aflicciones. A veces sirven para preservar los recuerdos. Y siempre son más que borrones en papeles amarillentos: son sentimientos; son tu propia vida, tus experiencias vitales, que así puede transmitirse a otra generación. Cuando murió Manel Masip, su hija Gemma encontró una, que conservaba el relato fragmentado de lo que hizo su padre en Alemania, a donde fue para encontrar el trabajo que no existía en España en unos años turbulentos, los de la Segunda Guerra Mundial. Es la memoria de una época convulsa: la historia de un chico de Sants en el Tercer Reich.
El 27 de noviembre de 1941 partió de la estación de França el primer tren que llevaba a trabajadores españoles (productores, en la terminología del momento) con destino a las industrias de guerra alemanas. El pasado día 29 de noviembre, La Vanguardia recordó este capítulo. Gemma Masip lo leyó y llamó para explicar la historia de su padre, Manel, que partió en aquel convoy para trabajar en el Tercer Reich durante la II Guerra Mundial.
El suyo es uno de los escasos testimonios personales sobre este episodio, que incluso carece de la abundancia de estudios realizados en otros casos, como por ejemplo sobre la División Azul, la unidad de combate enviada por Franco para integrarse en la Wehrmacht y que luchó en Rusia. El historiador José Luis Rodríguez Jiménez ha aportado numerosos datos en su libro Los esclavos españoles de Hitler (Planeta, 2002), pero aún faltan por escribir muchas líneas en esta narración.
Manel Masip no era un nazi. Era un chico de Sants que no encontraba trabajo en Barcelona, y al que un amigo convenció para apuntarse a la expedición y así ganarse la vida. En este punto es necesario recordar a qué obedeció este hecho. El régimen franquista había contraído una importante deuda con Alemania por la ayuda de Hitler durante la Guerra Civil. Hubo varias formas de pago, y una de ellas fue la captación de mano de obra para la industria de guerra alemana, que estaba carente de personal debido a que los hombres estaban alistados en los ejércitos alemanes. Esto se hizo mediante un convenio oficial, al estilo de lo que ocurría en otras naciones. Para ello se creó un organismo, de nombre Cipeta.
Gemma recuerda que su padre siempre les contó sus “batallitas” en Alemania, y que, a pesar de que no fueron días fáciles, “siempre era muy optimista”. Manel Masip murió en el año 2000, y entonces sus hijos encontraron una caja, de la que brotaron documentos y fotos: la historia de Manel como trabajador en el Reich. Con este material, Gemma escribió un libro sobre la peripecia de su padre, De Gandesa a Grossbeeren (Editorial Descontrol; 2016).
¿Quién era Manel Masip? Pues nació en Barcelona el 16 de abril de 1922, en el barrio de Sants, donde transcurrió la mayor parte de su vida. Era una familia humilde, obrera. Su madre falleció de tifus cuando él era un niño y su padre sufría una minusvalía, era cojo. Eran cinco hermanos, uno de los cuales también murió joven. Él mismo padeció la enfermedad que se llevó a su madre. Su hermana sufrió la polio. Pasaban muchos apuros.
Manel pudo ir poco a la escuela, relata su hija. Admiraba la República, y por ello, a los 16 años se alistó para defenderla en la Guerra Civil. Junto con un amigo se apuntó en la división 26 en mayo de 1938. Luego su unidad pasó al quinto cuerpo de ejército, al mando de Enrique Líster. En los alrededores de Gandesa participaron en la batalla del Ebre, donde fue herido y evacuado en el mes de agosto. En ese momento la contienda terminó para él.
Pero que concluyeran los combates no quiere decir que finalizaran las dificultades. Había empezado a trabajar cuando sólo tenía 12 años, pero no gozaba de calificación alguna debido a que no pudo proseguir con sus estudios. En el libro se cuenta cómo con un amigo cazaba gatos para luego venderlos como si fueran conejos: eran tiempos de hambre.
De modo que ese era el panorama al que se enfrentaba un chico de Sants de 19 años: penurias, falta de trabajo y futuro incierto. En eso, un amigo había cogido por la calle un cartel donde se ofrecía ir a trabajar a Alemania, a las industrias de guerra del país. Ambos se inscribieron. Ocultó que había
pertenecido al ejército de la República; pasó una somera revisión física y le pidieron la autorización de su padre: falsificó la rúbrica. Firmó un contrato de tres meses, porque tenía que cumplir el servicio militar. Así empezó su aventura.
En el libro se describe cómo Manel no contó nada en casa. Ni siquiera tenía una maleta en la que guardar las pocas pertenencias que quería llevarse en su viaje. Le citaron para partir el 27 de noviembre de 1941, en el primer tren que iba a llevar a productores españoles a Alemania. Manel salió de casa sin despedirse. Dejó una carta donde explicaba lo que había hecho. Portando su valija prestada, caminó desde su casa en Sants hasta la estación de França, cubierta aquel día de banderas con la esvástica y con autoridades despidiendo a los 600 hombres que partían a trabajar al Tercer Reich.
El convoy paró en Zaragoza, y luego en Irún. Antes de pasar la frontera les dieron ropa de abrigo, porque iban a una zona donde el frío era un feroz enemigo. Pasaron el puente de Hendaya y los instalaron en un campamento que estaba atendido por senegaleses, antiguos soldados de Francia convertidos en prisioneros de guerra. Los desinfectaron, les suministraron botas y calcetines y les sirvieron una copiosa cena. A las cinco de la mañana los despertaron y de nuevo al tren, con destino a Metz.
Allí, la universidad se había convertido en un centro de estancia para los que viajaban a Alemania. Él iba destinado a Sajonia. Lo ubicaron en un campo, el Lager Marie, en Bitterfield. Eran edificios de madera pulida, con calefacción que mantenía la temperatura a un nivel agradable, mientras fuera reinaba la nieve. Sus notas cuentan que la primera cena allí era una comida extraña para un español: “sopa de olor desconocido, patatas hervidas con una especie de col confitada con una tora de cerdo, pan negro y una manzana”. Compartía habitación con otros doce jóvenes de entre 17 y 23 años, en seis literas.
Su fábrica era la IG Farber. Se levantaban a las cinco y caminaban por un bosque hasta sus instalaciones. Descargaba vagones de lignito, que llegaban por ferrocarril de unas minas cercanas. Así pasaba doce horas al día. Era agotador. Entraba cuando aún era de noche y se marchaba cuando el sol ya se había rendido. Para él, siempre estaba nublado, el cielo nunca era azul y no distinguían la mañana de la tarde.
Al acabar el primer contrato le ofrecieron tres meses más en otra fábrica de la zona, y cuando concluyó el siguiente periodo se fue a Berlín, donde le emplearon en los ferrocarriles del Estado. Entró en
la AGE y le asentaron en un campo en Bellevue, a las afueras de la capital. Iba al trabajo en metro, algo que para él era un lujo.
En este campo sólo había tres españoles, pero conoció a franceses, holandeses, polacos, búlgaros... y rusos, que eran prisioneros de guerra y que eran maltratados. Le dio pena, comenzó a darles patatas de tapadillo y eso fue su perdición. Fue detenido por ello.
La Gestapo le llevó a la prisión de Potsdam; primero le metieron en un cubículo en el que sólo podía estar de pie, y después le arrojaron a una celda, donde le despertaban con cubos de agua helada. Las palizas eran moneda común. Finalmente, fue a dar con sus huesos al campo de reeducación de Grosbeeren, donde le vistieron con un uniforme que llevaba el número 182. Había otros dos españoles: eran inseparables. En otra zona había presos ingleses, que estaban bien tratados. Él, que era de canto fácil, gustaba de entonar coplas: “Rocío, ay mi Rocío/ manojito de claveles,/capullito floreció/de pensar en tus quereres/ voy a perder el sentío”. Al tiempo, agarraba una escoba y bailaba, y los británicos, divertidos, le daban a cambio chocolate y cigarrillos. Al final, el embajador español fue al campo y lo repatrió con el argumento de que tenía que cumplir el servicio militar. Estaba demacrado y débil. El regreso en tren duró tres días. En noviembre de 1943 llamó a la puerta de su casa en Sants: su familia le daba por muerto. En Barcelona se empleó primero en tranvías y luego en una imprenta, como encuadernador. Un día se reunió con sus dos amigos del campo: uno emigró a Puerto Rico y el otro se instaló en Asturias. Jamás volvieron a verse.
Cuando sus hijos encontraron la caja decidieron recorrer los lugares donde estuvo su padre. Bellevue ha desaparecido por completo. Le preguntaron a una vecina por lo que hubo allí, y Gemma recuerda que les acabó pidiendo perdón por lo que había pasado. Tampoco Grossbeeren existe: el campo fue clausurado antes del final de la guerra por el tifus, pero sí consta que allí perdieron la vida 1.197 hombres, que la Gestapo internó por ser opositores al nazismo, muchos de ellos alemanes.
Las estadísticas dicen que unos 10.000 españoles fueron a trabajar a Alemania durante la Guerra Mundial, pero sabemos poco de aquel episodio, y mucho menos de su regreso a España, lleno de penalidades y sufrimientos; como tampoco sobre los que murieron allí. El de Manel es de los pocos testimonios escritos sobre este capítulo. Su hija Gemma lo ha recogido en un libro, porque cree que es necesario que se difunda lo que ocurrió. Una vida metida en una caja: la peripecia de un chico de Sants en el Tercer Reich.
SOLDADO EN ESPAÑA Masip combatió con la República en la Guerra Civil y fue herido en el Ebre SITUACIÓN ACUCIANTE Ante la falta de trabajo se apuntó para trabajar en Alemania en la guerra mundial LA PIEDAD CASTIGADA Acabó en un campo de reeducación por dar comida a rusos prisioneros de guerra