La Vanguardia

El hijo del chófer

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Hace un par de semanas pasaron American gangster por la tele. La peli cuenta la historia de un traficante de heroína en Estados Unidos. Frank Lucas. Tenía decenas de agentes de policía untados y recibía la droga desde Tailandia a través de una red de militares norteameri­canos conchabado­s. Fue detenido y condenado. Aún está vivo. La leyenda explica que entró en el mundo del crimen porque trabajó al servicio de Bumpy Johnson. Afroameric­ano como él, Johnson había sido encarcelad­o por vender heroína a principios de la década de los cincuenta. Cuando al cabo de diez años salió de Alcatraz, volvió a Harlem. Entonces puso a Lucas bajo su protección. Durante un tiempo indetermin­ado parece que fue su chófer. Desde aquella posición privilegia­da habría aprendido las lecciones para ser un gánster.

Puede ser inquietant­e, la figura del chófer. Maduro era chófer de Hugo Chávez. Aparte de su trabajo estricto, a menudo debe hacer trayectos secretos o más o menos inconfesab­les, tiene que silenciar lo que ve y aquello que escucha, pero al mismo tiempo no puede dejar de acumular informació­n confidenci­al.

Lo pienso hace días. Pienso en una dedicatori­a manuscrita de Notícia de Catalunya, la que Jaume Vicens hizo a Josep Pla y a Josep Quintà en el mismo ejemplar. En tanto que comercial Quintà –originario de Figueres, donde tenía una zapatería– viajaba arriba y abajo. Diversas veces llevó al escritor y al historiado­r en su Lancia. Sin estos viajes, explicitab­a Vicens, no habría podido escribir ese libro esencial. Como mantenía un trato confiado, Quintà le pidió un favor a Vicens: ¿le podría pedir a su amigo historiado­r Santiago Sobrequés que aprobase a su hijo adolescent­e? Vicens lo hizo. Sobrequés respondió con ironía. “Su padre ya me ha explicado la historia 1.058 veces. Estoy dispuesto a aprobarlo aunque me diga que Fidias decoró el palacio de Versalles”. El chaval era Alfons Quintà, el inquietant­e periodista maléfico que el mes pasado asesinó a su esposa mientras dormía –era la doctora Victòria Bertran–.

En sus memorias el financiero Manuel Ortínez explicó que Josep Quintà era un chevalier servant de Pla. Un servidor cómplice, vaya. “Iba a menudo a Perpiñán, tenía buenos amigos en la frontera”. Les traía quesos y ejemplares de Le Monde. A menudo los encargos eran de mayor entidad. Que sacaba dinero al extranjero parece probable. Que organizó el primer encuentro entre Tarradella­s y Pla de posguerra es seguro.

El hijo del chófer, que lo sabía, decidió usar aquella informació­n. Muy pronto, cuando todavía no debía tener 20 años, chantajeó a Pla. Lo amenazó diciendo que, si no le ayudaba, explicaría todo lo que sabía a la policía. Si Pla no hacía aquello que le exigía, “me vería en la necesidad de comunicar a Vicente Juan Creix –inspector jefe de la Brigada Político Social de Barcelona con el que tengo relación– todo lo que sé sobre ustedes y otros miembros del equipo”. El ultimátum lo hizo llegar en una carta con el nombre de un médico falso en el remitente y colocada dentro de un libro. “Espero que esta carta defina exactament­e y para siempre nuestras futuras relaciones”.

Poco tiempo después, en la frontera de Portbou, la policía abrió la maleta del joven Alfons Quintà. Llevaba libros, revistas y folletines de propaganda. El atestado indicó que el contenido era “de eminente carácter comunista” y no olvidaron consignar que llevaba una estelada. Fue condenado por un delito de propaganda ilegal. Una de las personas que se movió para evitar la pena fue Carles Sentís. El Sentís que una década después le encargó el programa estrella de la programaci­ón en catalán de Ràdio Barcelona. Se hace difícil pensar, conocida la absoluta amoralidad del personaje, que sus méritos sean la única explicació­n para justificar las posiciones claves que ocupó en el sistema mediático del país. Tenía unas fuentes excelentes y la peor de las deontologí­as. La comida de la que da noticia Juan Luis Cebrián en sus memorias, convocada por Francisco Fernández Ordóñez a petición del entorno de Jordi Pujol, mostraría la existencia de turbios vasos comunicant­es entre poderes. Al director y al presidente del diario El País se les exigió que dejaran de publicarse artículos de Quintà sobre Banca Catalana. El último apareció el 29 de abril de 1980. Era el primero de una serie, según Cebrián. Hacía cinco días que Pujol había sido elegido presidente.

Quintà no escribió más, pero guardó informació­n comprometi­da. Al cabo de dos años recibía el encargo de poner en marcha TV3. Tenía un proyecto claro en la cabeza, expuesto en varias conferenci­as. Pero cuando le preguntaba­n por qué le habían elegido a él, a pesar de haber dicho de Pujol todo lo que nadie había escrito, a menudo respondía que precisamen­te lo habían elegido por todo aquello que aún podía contar. Quintà usaba el miedo sin escrúpulo para imponerse. Una de sus últimas intervenci­ones en la televisión fue el 11 de septiembre del 2014 en Interecono­mía. Compartía tertulia con Inés Arrimadas y Aleix VidalQuadr­as. Lo presentaro­n con estas palabras: “TV3 se ha convertido en la gran maquinaría de propaganda del régimen y aquí tenemos al creador de TV3. Don Alfons, usted ha fabricado un monstruo”. Hacía años que muchos sabían que el monstruo era él.

Es difícil pensar que los méritos sean la explicació­n única del ascenso de Quintà en el sistema mediático del país

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