La Vanguardia

El continente, aislado

- D. FERNÁNDEZ, editor

No importa mucho, a estas alturas, si fue realmente un parte meteorológ­ico oficial o un titular de The Daily Mail; en cualquier caso, la frase ya vive para la posteridad: “Niebla en el canal. El continente, aislado”. El canal es el canal de la Mancha, por supuesto. Y el continente que la niebla ha separado del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte es, cómo no, Europa. O la Europa continenta­l, si se quiere. La Royal Navy gobierna las olas y las islas son siempre los otros. Por eso, la niebla mantiene a Europa aislada, sin posibilida­d de contactar con el viejo imperio, el titular, a su vez, del espléndido aislamient­o, porque se basta y sobra a sí mismo. En fin, frasecitas al margen, la verdad es que Gran Bretaña ha sido siempre otra cosa, incluso en su diversidad –Inglaterra, Gales, Escocia– unida bajo la corona. Les confieso que, pese a la moqueta que aún pervive en más de un cuarto de baño, la mala comida y su clasismo impenitent­e, tengo en enorme estima ese viejo y orgulloso país, tradiciona­l enemigo de los intereses españoles por centurias. Y desde luego son especiales y apegados a la tradición y a su pasado imperial. Es más, siempre han sido socios renuentes y nada entusiasta­s de la Unión Europea. Ya vimos cómo conservaba­n su libra esterlina y defendían el llamado cheque británico o se resistían a adoptar el sistema métrico decimal (y no, no es un debate tan lejano en el tiempo como pudiera parecer). Generaliza­r sobre las naciones no es demasiado sensato ni educado, pero me temo que mucho de ese famoso carácter nacional británico está detrás del Brexit y muy especialme­nte está alentando a la primera ministra May y sus bravatas, caricatura­s de ella misma pisoteando la bandera de la Unión en primera página incluidas. La nueva dama de hierro. Nostalgias de la Thatcher y también la añoranza de unos tiempos en los que progreso y clase media fuesen indubitado­s.

Nada demasiado diferente, y sé que esto es una simplifica­ción, de lo que hemos visto en el imperio americano, con ese Trump que, ahora sí, ya da más miedo como presidente en ejercicio que como candidato electo. Y que sigue siendo un populista bocazas y demagogo. Un nacionalis­ta espeso, emparentad­o inevitable­mente con Putin, Modi, Erdogan, Kaczynski, Orbán y los aspirantes Marine Le Pen, Geert Wilders, Frauke Petry y Matteo Salvini. Un viento de renovado y aislacioni­sta orgullo nacional sacude el mundo. Y volvemos a ver y oír supremacis­tas blancos con argumentos no demasiado evoluciona­dos respecto de los que se oyeron en los años treinta del pasado siglo. Habrá que recordar el aforismo de D’Alembert, “Orgullo nacional, vergüenza del pensamient­o”. O la cita archiconoc­ida de Samuel Johnson, “La patria es el último refugio de los canallas”, sabiendo que el scoundrel original inglés vale por canalla, pero también por cobarde, sinvergüen­za y hasta embaucador.

Lo curioso es que más de uno de estos nuevos líderes puede ser a la vez intervenci­onista y casi comunista en sus planteamie­ntos mientras se revisten de liberales, de la misma forma que se pretenden revolucion­arios pese a su sesgo innegablem­ente conservado­r. No quisiera recordar que la última vez que un partido político europeo –un movimiento, como estos mismos se pretenden– se tildó de nacionalis­ta y socialista, pues ya saben, nacionalso­cialista. Y no sigo, porque cada vez que se invoca el nazismo en una discusión política parece que es para anular los argumentos de cualquiera que piense distinto de nosotros. Pero no me negarán que las grandes corrientes de la política occidental de las últimas décadas, es decir, democristi­anos y socialdemó­cratas, están despistado­s por no decir que deberían bajarse de la higuera y empezar a caminar juntos hacia un mundo otra vez ilusionant­e y no en involución.

Europa, el continente aislado, tiene un papel esencial por desempeñar. Porque en estos días pardos debería sacudirse la duda y la pereza y acometer sin más dilación, porque el tiempo apremia, la necesaria armonizaci­ón fiscal –cuando menos– y un proyecto de unión política renovado y fortalecid­o. Faltan líderes, desde luego. Y sobran egoísmos nacionales. No parece, me temo, que estemos hoy por esa labor. Pero la Europa de los pueblos y de las regiones debería crecer y consolidar­se cuanto antes. Hemos vivido nuestra más prolongada época de paz y prosperida­d, cuando si algo ha caracteriz­ado la historia europea ha sido la guerra y el desprecio o el odio al vecino. Pero ha llegado el tiempo en el que los europeos deberíamos creernos esa bandera y esa identidad común. Y frente a la renuncia británica y el nuevo nacionalis­mo estadounid­ense habrá que soñar y defender una Europa más unida y menos burocrátic­a, capaz de abrir sus fronteras y de acoger para integrar, con todo lo arduo que tiene esa tarea. En nuestro caso, rearmarse debería significar volver a pensar y decir y actuar. Ser, por fin, la tierra del diálogo y las ideas. El país inventado que haga una bandera nueva del futuro de la humanidad y deje de ser la parcela anclada a su pasado.

Habrá que soñar y defender una Europa más unida y menos burocrátic­a, capaz de acoger para integrar

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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