Una silla propia
Sentarse es antinatural. Sentarse bien es una obligación impuesta por profesores en el colegio, y por mi abuelo a la mesa, que utilizaba su mano como guillotina para rebanarme la espalda si me encorvaba mientras comíamos. Al pasar mucho tiempo sentados, los glúteos se debilitan porque su función es mantenernos erguidos, la zona lumbar se sobrecarga, los flexores de la cadera se acortan, la densidad ósea disminuye por la falta de movimiento, aumenta la posibilidad de tener enfermedades chungas, infartos, y además engordamos. Aun así, nos pasamos miles de horas sentados, la mayoría frente al ordenador, que se ha convertido en la única ventana al mundo.
Como este año cumplo cuarenta, me he propuesto empezar a cuidarme, que es lo que te propones cuando te asustas de todo lo que has bebido y vivido hasta ahora. Al fin y al cabo, tu cuerpo no tiene la culpa y te soporta con estoicismo; merece un premio y un descanso. Mi fisio dijo que tengo la masa muscular de una anciana. Así que después de ponerme en forma y graduar mis gafas, he instalado un monitor, y me pregunto cómo trabajaba antes, encogida ante un portátil con los ojos entrecerrados. Virginia Woolf hablaba de la importancia de una habitación propia. También es importante tener una buena silla: no te separas de ella y es quien te aguanta.
Salgo en busca de la mía. En las tiendas especializadas, los dependientes las comparan con un coche. Así, las Herman Miller equivaldrían al Audi, mientras que la Freedom de Humanscale representaría el deportivo. “La compró una ganadora del premio Planeta”, dicen para convencerme. Al lado hay una RH Mereo 220, noruega, que se llevó un autor de Sitges. Tampoco recuerdan su nombre. Woolf escribía de pie. Y Hemingway, y Pessoa, y otros. Creo que Eduardo Mendoza también, al menos haciendo borradores. Las escandinavas exigen disciplina, nunca aprendí a ponerme de rodillas. Las americanas son cómodas. ¿Relajado se trabaja mejor? Entre las Herman Miller, la Aeron es el Rolex, pero la Mirra 2 es “La Silla”, aseguran marcando las mayúsculas.
La cuestión es: ¿quiero gastarme mil euros en una silla, por muchas mayúsculas que tenga? Aun cargada de lujo, una silla es una silla. ¿No es mejor conformarse con una funcional del Ofiprix? En las tiendas me hacen un 20% de descuento, “por ser tú”, aclaran, como si no se lo dijeran a todas. ¿Y quién soy yo? ¿Una maltratadora de su propio esqueleto que se sentirá culpable si no le dedica lo mejor? La tiranía de la culpa llega a la salud.
Desde mi vieja y dura silla de Ikea, con las piernas encogidas sobre el asiento, calculo: paso aquí unas nueve horas diarias, unas doscientas veinte al mes, unas 2.600 al año. Más tiempo que en la cama. Visto así, no es una mala inversión; la amortizaría enseguida. Visto de otra manera, lo que me sale caro no es la silla. Voy a hacerme jardinera.
Paso en el asiento de la silla unas nueve horas diarias, unas doscientas veinte al mes, unas 2.600 al año