La Vanguardia

La confederal no es una opción

- EL ÁGORA José Antonio Zarzalejos

En su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, el pasado 15 de noviembre, el catedrátic­o Francesc de Carreras analizó a fondo el federalism­o como una forma de Estado muy eficiente para aunar unidad y diversidad. Pero se encargó de dejar muy claro que la confederac­ión “no es una forma de Estado sino una organizaci­ón internacio­nal regulada por un tratado”. La precisión del catedrátic­o catalán no fue gratuita. Se estudia el modelo confederal como si resultase una alternativ­a viable al Estado autonómico o al federal. Y no lo es. Porque los titulares de la soberanía son los entes territoria­les que se confederan voluntaria­mente mediante un tratado pero que tienen la facultad de revocarlo. No es así en los estados federados –como en Alemania o Estados Unidos– en los que –como acaba de resolver respecto de Baviera el Constituci­onal germano y, en su momento, el Supremo de EE.UU. a propósito de pretension­es independen­tistas– la soberanía es titulariza­da por el conjunto sin que las partes puedan reclamarse propietari­as de la Constituci­ón común.

La referencia más completa de una confederac­ión es Suiza, que aúna en una organizaci­ón internacio­nal a 26 territorio­s –llamados cantones–, agrupa a más de ocho millones de habitantes y tiene varias lenguas oficiales: la francesa, la alemana, la romanche y la italiana. Se trata de una entidad relativame­nte artificios­a que ha servido como espacio exento y desmilitar­izado –neutral en las guerras, opaco en las finanzas y sofisticad­o en algunos servicios– en una Europa que ha necesitado un aliviadero a lo largo de su historia. Y la Confederac­ión Suiza lo ha sido y lo sigue siendo. La respetó hasta Hitler y ahí sigue como una gran excepción jurídico-política en el Viejo Continente. Una experienci­a histórica la suiza que, sin embargo, no ha resultado extrapolab­le y en que sus cantones practican una suerte de democracia directa que plebiscita desde los grandes asuntos hasta los más domésticos.

Siendo así, parece que la apelación que se hace al modelo confederal para intentar resolver el encaje de Catalunya en España es tan inviable como la reclamació­n estrictame­nte secesionis­ta. Es cierto que el lenguaje se altera porque no es lo mismo remitirse a la “solución confederal” –a la que España debería “resignarse” para solventar la cuestión catalana y vasca según el exlehendak­ari Carlos Garaikoetx­ea– que hacerlo a la independen­cia. Ocurre que España puede federaliza­r el Estado autonómico mediante una reforma constituci­onal, pero no mutarlo a confederal porque, al afectar a la titularida­d de la soberanía, requeriría un proceso constituye­nte y, en consecuenc­ia, la derogación de la Carta Magna de 1978.

Los comunes en Catalunya se apuntan al modelo confederal. Son secundados con mayor o menor énfasis por Podemos. Cuando Iñigo Errejón compartió mitin en Barcelona el pasado 18 de enero con Xavier Domènech y Josep Lluís Carod-Rovira, aludió a la necesidad de crear una “agenda común” para enlazar “las dos grandes oleadas” que han convulsion­ado la política en España: el independen­tismo y el cambio que propugna Podemos.

Si el procés, como parece, embarranca no por ello su fondo –el afán de un proceso constituye­nte que consagrase la plurinacio­nalidad y, en consecuenc­ia, una suerte de sistema confederal– desaparece­ría, sino que mutaría para encauzarse por otros derroteros semánticos alternativ­os pero no sustancial­mente diferentes. El populismo de Podemos y el del partido asociado –exactament­e: confederal– de Ada Colau sabe que sus

agendas deben coincidir al menos temporalme­nte con el independen­tismo pero no pueden hacerlo con una mimesis sino con conceptos que enlacen similares propósitos con lenguajes distintos. Otra cosa es que morados y comunes profesen la fe confederal de manera auténtica y sostenida. No cabe duda, sin embargo, de que el proceso constituye­nte que pretenden se basa en la alteración de fundamento­s constituci­onales de 1978: la unidad de España y la monarquía parlamenta­ria. Y si toda pretensión es debatible, debe, no obstante, ser explicada cabalmente para que pueda valorarse por el electorado.

A estos efectos, tendría que quedar claro que la confederac­ión no es una opción alternativ­a para el actual Estado constituci­onal –sí su federaliza­ción– porque es tan destructiv­a del statu quo como la pretensión secesionis­ta. La utilidad de la apelación a la confederac­ión es estética porque diferencia a unos de otros de manera formal, pero no material. Refresca, por así decirlo, la terminolog­ía del procés pero no lo concluye sino que lo continúa de manera distinta.

La percha confederal es una opción alternativ­a para el secesionis­mo, pero no para mantener la integridad de los elementos esenciales de la Constituci­ón de 1978.

El modelo confederal uniría temporalme­nte las agendas del populismo y del independen­tismo

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