La confederal no es una opción
En su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, el pasado 15 de noviembre, el catedrático Francesc de Carreras analizó a fondo el federalismo como una forma de Estado muy eficiente para aunar unidad y diversidad. Pero se encargó de dejar muy claro que la confederación “no es una forma de Estado sino una organización internacional regulada por un tratado”. La precisión del catedrático catalán no fue gratuita. Se estudia el modelo confederal como si resultase una alternativa viable al Estado autonómico o al federal. Y no lo es. Porque los titulares de la soberanía son los entes territoriales que se confederan voluntariamente mediante un tratado pero que tienen la facultad de revocarlo. No es así en los estados federados –como en Alemania o Estados Unidos– en los que –como acaba de resolver respecto de Baviera el Constitucional germano y, en su momento, el Supremo de EE.UU. a propósito de pretensiones independentistas– la soberanía es titularizada por el conjunto sin que las partes puedan reclamarse propietarias de la Constitución común.
La referencia más completa de una confederación es Suiza, que aúna en una organización internacional a 26 territorios –llamados cantones–, agrupa a más de ocho millones de habitantes y tiene varias lenguas oficiales: la francesa, la alemana, la romanche y la italiana. Se trata de una entidad relativamente artificiosa que ha servido como espacio exento y desmilitarizado –neutral en las guerras, opaco en las finanzas y sofisticado en algunos servicios– en una Europa que ha necesitado un aliviadero a lo largo de su historia. Y la Confederación Suiza lo ha sido y lo sigue siendo. La respetó hasta Hitler y ahí sigue como una gran excepción jurídico-política en el Viejo Continente. Una experiencia histórica la suiza que, sin embargo, no ha resultado extrapolable y en que sus cantones practican una suerte de democracia directa que plebiscita desde los grandes asuntos hasta los más domésticos.
Siendo así, parece que la apelación que se hace al modelo confederal para intentar resolver el encaje de Catalunya en España es tan inviable como la reclamación estrictamente secesionista. Es cierto que el lenguaje se altera porque no es lo mismo remitirse a la “solución confederal” –a la que España debería “resignarse” para solventar la cuestión catalana y vasca según el exlehendakari Carlos Garaikoetxea– que hacerlo a la independencia. Ocurre que España puede federalizar el Estado autonómico mediante una reforma constitucional, pero no mutarlo a confederal porque, al afectar a la titularidad de la soberanía, requeriría un proceso constituyente y, en consecuencia, la derogación de la Carta Magna de 1978.
Los comunes en Catalunya se apuntan al modelo confederal. Son secundados con mayor o menor énfasis por Podemos. Cuando Iñigo Errejón compartió mitin en Barcelona el pasado 18 de enero con Xavier Domènech y Josep Lluís Carod-Rovira, aludió a la necesidad de crear una “agenda común” para enlazar “las dos grandes oleadas” que han convulsionado la política en España: el independentismo y el cambio que propugna Podemos.
Si el procés, como parece, embarranca no por ello su fondo –el afán de un proceso constituyente que consagrase la plurinacionalidad y, en consecuencia, una suerte de sistema confederal– desaparecería, sino que mutaría para encauzarse por otros derroteros semánticos alternativos pero no sustancialmente diferentes. El populismo de Podemos y el del partido asociado –exactamente: confederal– de Ada Colau sabe que sus
agendas deben coincidir al menos temporalmente con el independentismo pero no pueden hacerlo con una mimesis sino con conceptos que enlacen similares propósitos con lenguajes distintos. Otra cosa es que morados y comunes profesen la fe confederal de manera auténtica y sostenida. No cabe duda, sin embargo, de que el proceso constituyente que pretenden se basa en la alteración de fundamentos constitucionales de 1978: la unidad de España y la monarquía parlamentaria. Y si toda pretensión es debatible, debe, no obstante, ser explicada cabalmente para que pueda valorarse por el electorado.
A estos efectos, tendría que quedar claro que la confederación no es una opción alternativa para el actual Estado constitucional –sí su federalización– porque es tan destructiva del statu quo como la pretensión secesionista. La utilidad de la apelación a la confederación es estética porque diferencia a unos de otros de manera formal, pero no material. Refresca, por así decirlo, la terminología del procés pero no lo concluye sino que lo continúa de manera distinta.
La percha confederal es una opción alternativa para el secesionismo, pero no para mantener la integridad de los elementos esenciales de la Constitución de 1978.
El modelo confederal uniría temporalmente las agendas del populismo y del independentismo