Desde la otra orilla
En julio de 2013 el Papa Francisco realizó su primer viaje oficial. El lugar elegido fue Lampedusa, pequeña isla de 5.000 habitantes al sur de Sicilia, testigo de llegadas de inmigrantes y numerosos naufragios.
Una cuesta empinada comunica el puerto con la parroquia. El Papa celebró misa en un altar en forma de patera, con una cruz construida con restos de barcazas desballestadas. Desde allí denunció la indiferencia con la que asistimos al trágico espectáculo de los naufragios con miles de muertos en el intento de llegar a las costas europeas.
Con amargura en el rostro se preguntó: “¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto... La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, a la globalización de la indiferencia”.
Y con acento de denuncia continuó: “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros, pero yo no. Hoy nadie se siente responsable, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el comportamiento hipócrita (…) Miramos al hermano medio muerto al borde de la acera y tal vez pensamos: pobrecito, y continuamos nuestro camino, no es asunto nuestro, y así nos sentimos tranquilos. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada...”.
Desde el grito de Lampedusa hasta hoy han transcurrido tres años y medio. Según Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, en este tiempo han muerto más de 10.000 personas ahogadas en el Mediterráneo en su intento de alcanzar la otra orilla, el paraíso soñado de quienes huyen de la guerra y de la miseria.
Como arzobispo de Tarragona tengo innumerables ocasiones de asomarme al mar, y contemplarlo desde esta otra orilla. ¿Cómo no pensar entonces en que en estas mismas aguas miles de personas se juegan la vida y muchas acaban muriendo y convirtiendo el Mare Nostrum en un gigantesco cementerio?
Veo los barcos de carga y de pesca, en los muelles del puerto y en el Serrallo, y pienso en los otros barcos que ayudan a rescatar náufragos. Y en los campos de refugiados de Italia, Grecia y Turquía en este frío mes de enero. Hemos puesto locales a disposición de los refugiados pero, por la lamentable gestión que se hace desde los poderes públicos europeos, apenas si encuentran la utilidad que deseamos.
Rezo a Dios por tantas personas en situación de riesgo y reclamo, unido al Papa, que no caigamos en la indiferencia ante tantas muertes de personas que tienen nombres y apellidos, más allá de las estadísticas.
Rezo a Dios para no caer en la indiferencia ante tantas muertes de personas con nombres y apellidos